Desastres
El primer desastre del verano fue la operación de castigo emprendida por Israel contra Hezbolá sobre suelo libanés, saldada con un pequeño genocidio colateral y un falaz alto el fuego. Falaz, porque el ataque sólo cesó al advertir Tel Aviv que, por primera vez, no podía ganar una guerra contra sus vecinos. Por eso hay que entender el episodio como una derrota de Israel y su patrón Estados Unidos. Una derrota porque Hezbolá ha salido vivo y reforzado, Siria ha superado su ostracismo consecuente al asesinato de Hariri, Irán ha desequilibrado en su favor el contencioso nuclear y, sobre todo, Estados Unidos y su cliente Israel salen de esta crisis mucho más desprestigiados de lo que ya estaban. Castigo de Dios, que diría un creyente.
¿Y ahora qué? De momento, vamos a ser los europeos quienes paguemos el pato enviando un contingente militar de interposición, en el que Zapatero nos ha embarcado, para sacar las castañas del fuego a israelíes y estadounidenses. Pero esto puede ser un error. Un error porque, primero, esa fuerza difícilmente pacificará nada, ya que sólo servirá para ganar tiempo mientras Tel Aviv recompone una nueva estrategia de guerra asimétrica; y segundo, esa fuerza no podrá responder a las provocaciones de Hezbolá, viéndose obligada a consentir y por tanto avalar las seguras represalias de Israel, sin que pueda impedir un nuevo Shabra y Chatila.
El segundo desastre veraniego fue un imprevisto huracán de incendios que descargó sobre Galicia en 10 días de agosto, asolando 80.000 hectáreas de suelo forestal. Y a la cortina de fuego le sucedió un furioso vendaval político, pues las desbordadas autoridades autonómicas y estatales no supieron responder con eficacia ni ecuanimidad. Por eso, en un ataque de pánico, reaccionaron recurriendo a la estrategia del miedo, como hizo el presidente Bush cuando declaró la guerra al terrorismo invisible rogando a los ciudadanos la denuncia delatora de toda clase de sospechosos.
Y lo mismo ha ocurrido ahora con los incendios gallegos, pues nuestras autoridades no dudaron en culpar a presuntas tramas organizadas de invisibles terroristas incendiarios contra los que se pidió la activa colaboración ciudadana fomentando una delatora campaña de denuncia inquisitorial. Todo ello sin pruebas consistentes, lo que luego les ha hecho recoger velas pero sin dignarse rectificar. Y entretanto las causas objetivas de los incendios continúan sin investigar, a falta de un CSI forestal que rastree las pistas del crimen, mientras los impunes especuladores inmobiliarios se ríen de la famosa demora de 30 años sin urbanizar.
Y el tercer desastre del verano ha sido la recrecida afluencia de inmigrantes africanos que arriban a las costas del archipiélago canario, multiplicando por mucho el contingente de pasados veranos con un saldo de cadáveres imposible de soportar. Ahora ya no se puede alegar que la cifra resulta comparativamente minúscula, pues su brusco ascenso ha hecho que el incremento cuantitativo se convierta en salto cualitativo, lo que prueba con datos los efectos imprevistos de la pasada regularización de inmigrantes que en su día muchos observadores nos apresuramos a elogiar. El Gobierno culpa a la falta de solidaridad de Bruselas, dado el fracaso evidente del programa Frontex. Pero es que los europeos no aceptan de buen grado que Zapatero descargue sobre ellos los costes aplazados de su pregonada generosidad: ¿por qué habría de pagar Sarkozy el precio de una política de acogida que rechaza para su país? Pero el mal ya está hecho, y el imprevisto efecto llamada sólo podrá corregirse con una efectiva repatriación de inmigrantes ilegales que hasta ahora no se ha sabido negociar con la Unión Africana. Y entretanto habrá que revisar toda nuestra política de inmigración, cuyos efectos retardados no han hecho más que comenzar. Antes del verano, las encuestas del CIS ya habían elevado al primer rango de las preocupaciones ciudadanas el problema social de los inmigrantes, pero ya se puede imaginar lo que sucederá este otoño, cuando el nuevo desbordamiento canario se derrame sobre las ciudades peninsulares.
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