El precio del éxito
En las últimas semanas muchas personas me han expresado su inquietud, su sorpresa o simplemente su dificultad para entender lo que veían, oían y leían. La primera pregunta sin respuesta es bien evidente. ¿Por qué Pasqual Maragall decidió no optar a la reelección como presidente de la Generalitat? La segunda cuestión y subsiguientes son tan inmediatas como inevitables. ¿Qué está pasando en el PSC? ¿El cambio de liderazgo público implica cambio respecto del proyecto, de la orientación estratégica en política catalana, de la propia significación del partido? ¿La decisión del presidente Maragall estuvo precedida de otras decisiones, indicaciones o presiones del propio entorno socialista catalán (o español)?
"Desde el primer momento, el PSC, al menos el núcleo director, y mucho más el PSOE vivieron con tensión e inquietud un proceso estatutario que sabían repleto de riesgos y obstáculos"
"La propuesta de Estatuto que se envió a Madrid no era la esperada y la factura habría de llegar, en su momento, al primer representante institucional del país, el presidente de la Generalitat"
Las respuestas a estas preguntas no son, a mi juicio, ni simples, ni reducibles a una afirmación o negación rotunda. En todo caso, creo que la mejor manera de acercarse a esta cuestión es hacerlo en clave de futuro, buscando razonamientos que nos aporten criterio para tomar decisiones, para actuar en el futuro inmediato.
Vayamos por orden. Si hubiera que buscar una causa remota de lo que ha pasado, deberíamos remitirnos a la noche del 16 de noviembre de 2003. Aquellos resultados desmintieron expectativas excesivamente optimistas, mostraron los límites de una campaña electoral hecha exclusivamente desde el PSC (al contrario que en 1999 cuando los resultados mostraron los límites de una campaña casi sin el PSC) y, sobre todo, obligaron a plantear un tipo de coalición de Gobierno y de mayoría parlamentaria que quizá exigía a los tres partidos que la formaban, y todavía más a sus respectivos líderes, unas dosis enormes de paciencia, prudencia y comprensión mutua. Si tenemos en cuenta, además, la ambición y la complejidad de los compromisos planteados en el Pacto del Tinell, comenzando por el nuevo Estatuto, tendremos el paisaje, el escenario, sobre el que se habría de jugar la partida.
Y bien, la partida se ha ganado. A un precio muy alto, seguramente excesivo en términos de futuro, y ciertamente injusto en cuanto a las consecuencias personales y colectivas. Digo en términos de futuro, porque sería paradójico que los encargados de gestionar los éxitos alcanzados en este mandato demasiado breve, no fueran los mismos protagonistas, o sus herederos legítimos, que se han dejado la piel (algunos parece que del todo) en términos políticos. Porque, se mire cómo se mire, el primer mandato de Gobierno progresista en Cataluña ha dejado unos resultados tan espectaculares como indiscutibles, por mucho que se pretenda negar con el argumento, políticamente aceptable, de su escasa visibilidad.
Es innegable que los incidentes de recorrido han generado costos, agravios políticos y también conflictos de relación personal. El momento álgido se vivió con el conjunto de reacciones, actitudes de rechazo, manipulaciones, miedos, incomprensiones que afloraron durante el proceso de elaboración y aprobación del Estatuto. Seguramente es en este terreno donde hay que buscar el porcentaje más alto de las razones que han movido al presidente Maragall a no optar a la reelección.
Pero estas razones también habría que buscarlas en cuestiones quizá menos relevantes y, sin embargo, con evidentes efectos sobre la sensibilidad personal y colectiva de los respectivos interlocutores. La lista es conocida: episodio de Carod-ETA, informe sobre los medios de comunicación, hundimiento del túnel del Carmel, cuestiones como el túnel de Bracons, la interconexión eléctrica con Francia, el Cuarto Cinturón, las zonas ZEPA y Red Natura, la Oficina antifraude, las leyes non natas de Organización Territorial y Electoral de Cataluña, etcétera.
Son materias sin duda relevantes pero normales en las previsiones de un mandato que nació cargado de expectativas y, al mismo tiempo, sobre la base de una coalición tan querida como frágil, tan ambiciosa como compleja, igualmente cargada de contradicciones objetivas, previas e independientes de la voluntad de sus componentes.
Cabe subrayar aquí que la voluntad activa de ERC de utilizar sistemáticamente su capacidad de mantener o romper la coalición ("tenemos la llave") fue minando los equilibrios cotidianos y motivó un creciente recelo en el PSC, en la militancia y en la dirección. Se manifestaban los costes mucho más que los beneficios de la coalición.
Un tercer grupo de elementos que debemos considerar tiene que ver con otro tipo de contradicción, no por conocida y estudiada menos susceptible de causar daños tangibles. Me refiero a la relación partido-Gobierno y partido-presidente. En este ámbito, el episodio más relevante es el intento no consumado de proceder a una amplia reforma del Gobierno y, en tono menor pero confirmando el mismo diagnóstico, el definitivo y más reciente cambio de Gobierno como consecuencia de la salida de ERC del Ejecutivo.
Pero digámoslo todo. En este amplio abanico de precedentes, considerados en sí mismos, no hallamos razón suficiente para explicar satisfactoriamente lo sucedido. Para llegar al fondo de la cuestión deberíamos analizar dos razones que vienen de más lejos.
La primera, la evidencia de que, efectivamente, el proyecto político resultante del Pacto del Tinell exigía del espacio socialista un grado de compromiso, de responsabilidad en su liderazgo y de convicción que de ninguna manera podían darse por asumidos de antemano. Constatemos que desde el primer momento, el PSC, al menos el núcleo director, y mucho más el PSOE, vivieron con tensión e inquietud un proceso estatutario que sabían repleto de riesgos y obstáculos.
Los equilibrios imprescindibles para avanzar en Cataluña y completar el proceso en Madrid podían ser, y fueron, difícilmente compatibles. Desde el punto de vista español, incluso en el caso de los mejor predispuestos, el Estatuto catalán se percibía como una amenaza para el statu quo constitucional definido en 1978 y cristalizado, a la baja, después del 23-F de 1981.
Una cosa era un ajuste fino en la dirección de la España plural de José Luis Rodríguez Zapatero y otra cosa bien diferente la propuesta, inequívocamente federal pero incluyendo el explícito trato diferencial, que se estaba perfilando desde Cataluña gracias a la suma Tinell (ambición legítima) + CiU (oportunidad para recuperar el protagonismo perdido, actitud también legítima).
Demasiado para un PSOE instalado en la cómoda "España de las autonomías" y acosado por un PP que, escorado progresivamente hacia su propia derecha, detectó de inmediato su materia prima preferida: la unidad de España en peligro, el Gobierno débil, el Estado desapoderado, la interrelación Cataluña-proceso vasco (llegando a la infamia de hablar de tutela del proceso por parte de ETA).
El texto final de la propuesta catalana fue la culminación de las negociaciones entre partidos en el Parlament, con recorrido final al alza por exigencia de CiU que, estando en posición de avalar o hacer fracasar la propuesta, hizo valer su peso. Muy poco que ver, pues, con ningún tipo de intervención del presidente. Aun siendo él el impulsor constante del proceso, no quiso ser el redactor del texto. Su compromiso era el de hacer llegar el nuevo Estatuto a buen puerto, evitando interferir en la discusión del articulado y aun menos en debates jurídicos inevitables. Y así actuó.
Resultado conocido e inmediato de todo este proceso estatutario: el grado de crispación anticatalán más agudo desde 1978, con consecuencias también en el mundo económico y empresarial y con una especial y fácil personalización crítica para con el presidente de la Generalitat. Sin contar, claro, con la aún más fácil demonización de Carod Rovira. El costo en cuanto a imagen personal fue altísimo y no fácilmente recuperable. Se había dañado, se decía, el aspecto más sensible de las relaciones políticas, la confianza personal.
La propuesta del Estatuto que se envió a Madrid no era la esperada y la factura habría de llegar, en su momento, al primer representante institucional del país, el presidente de la Generalitat.
Sería injusto, en este punto, no considerar las complejidades y el acoso que el presidente Zapatero tuvo que afrontar para obtener una posición satisfactoria. Desde su solemne compromiso público ("aprobaremos el estatuto que nos proponga Cataluña") hasta la superación de las reticencias internas del socialismo español y sus entornos de opinión, la reacción brutal del PP y sus predicadores mediáticos, los graves efectos electorales que anunciaban los sondeos.
Todo conducía a la consideración de los daños y perjuicios que podían reclamarse al president de la Generalitat que no había querido o podido evitar la llegada de aquel proyecto tan difícil de encajar en la cultura política dominante en Madrid.
En este periodo aflora un sentimiento crítico perfectamente detectable tanto en el socialismo español como en algunos sectores del socialismo catalán por entender que el conjunto de la organización socialista se hallaba, en cierta medida, prisionera de un proceso ni del todo compartido ni controlado debidamente.
El acuerdo final con CiU constituye una expresión descarnada de todo ello, al mismo tiempo que una cierta lección de real politik al estilo español.
La segunda de estas razones de fondo, aun más difícil de explicar, radica en el mundo de los caracteres individuales, de las relaciones personales, de las formas y estilos con que se ejerce un cargo, en el intangible de las referencias culturales y sociales, de los supuestos valores y principios que se atribuyen a los líderes políticos.
En este mundo, la contradicción estaba servida ya desde el inicio. Un presidente con sólida experiencia en gobiernos de coalición, en condiciones de mayoría relativa y en entornos institucionales bien diferentes, y con criterios de funcionamiento, maneras de decidir y obtener consensos tan personales como difíciles de encajar en un Gobierno de liderazgo plural y de ambiciones personales legítimas. Todo conocido de antemano pero no por ello directamente compatible con el equilibrio imprescindible de una coalición recién formada.
Recordemos una obviedad: el Pacto del Tinell era, esencialmente, un contrato entre partidos que optaron por hacer una suma de programas y no tanto la síntesis de posiciones. Cada uno situó sus prioridades, sus musts; todos menos el presidente, quien, tan sincera como ingenuamente sólo insistió en dos aspectos que él consideraba cruciales: una nueva organización territorial y una ley electoral que reparara el incumplimiento flagrante del Estatuto que perpetró CiU durante 23 años.
Constatemos que las dos únicas cuestiones que han quedado sobre la mesa son precisamente estas dos. Por motivos obvios. Ninguno de los tres partidos tenía un especial interés. Y el desinterés de CiU era crónico, como se había visto en sus dos décadas de Gobierno.
En todo caso, un indicador claro de la contradicción abierta entre un presidente intuitivo y a menudo enderiat, y unos partidos mucho más cercanos a la ortodoxia de unos programas y a las supuestas exigencias de la comunicación política moderna.Y aun así, a mi juicio, no ha sido todo esto lo más importante. Han contado, y mucho, los repetidos episodios en los que se quiso poner en evidencia la autonomía del presidente para tomar decisiones sin contar con "la autorizacón" previa de la coalición o de su propio partido. He aquí uno de los aspectos de fondo que hay que retener de cara al futuro. ¿Cuáles son los límites, qué reglas de juego, cuánta la autonomía de un Gobierno, de unos consejeros, de un presidente, en su función y en sus competencias legalmente establecidas, con relación a los partidos que conforman las mayorías parlamentarias?
En todo caso, intervenciones como la del 3% en el debate del Parlament sobre el accidente del Carmel, aun siendo una mera expansión parlamentaria, o decisiones frustradas realmente importantes, como la reforma del Gobierno en octubre de 2005 han tenido mayor influencia y repercusión en la exigible relación de apoyo y confianza entre el presidente y su partido que las hipotéticas discrepancias de fondo sobre una u otra cuestión programática.
En una coalición poselectoral (y no pre) entre partidos heterogéneos, el rol del presidente es aún más delicado si cabe, como lo es la del primer consejero si se le confía, como es el caso, la doble función de dirigir el Gobierno, a pesar de no pertenecer a la fuerza mayoritaria, y a la vez, representar a uno de los socios de la coalición.
También aquí son detectables errores. Por acción o por omisión. Del presidente, en la medida que su personal modus operandi pudo causar desconcierto o inquietud en lugar de contribuir a la consolidación de una fórmula ya de por sí compleja. De los socios, en la medida que su apelación permanente a la relatividad de la situación pudo interpretarse como menoscabo de la posición estatutariamente bien definida del presidente.
Y a partir de aquí la fragilidad de la base se hace evidente en un edificio tan precario como una coalición entre independentistas (con expectativas no muy fundamentadas de convertirse en el primer partido de la izquierda catalana), ecosocialistas (con intereses, representación de sectores sociales y prioridades tan minoritarios en el presente como cargados de futuro) y socialistas "federales" (recién llegados del mundo local con su bagaje de gestores responsables y con una retaguardia de recelos sobre el "debate indentitario").
Es lícito y relativamente sencillo formular ahora la crítica al presidente en el sentido de que debía haber prestado más atención a las voces de su propio partido y a sus propios consejeros, y no tanta a sus intuiciones o a su forma personal de entender el funcionamiento de la coalición y a su visión del país.
Pero también podríamos preguntarnos qué habría sucedido si hubiera contado en todo momento con el apoyo incondicional del conjunto del espacio socialista, como él daba por descontado que debía ser. Incondicional en el sentido de no condicionado a ningún otro interés que no fuera el del propio Gobierno progresista de Cataluña que estaba abriendo caminos que se querían prolongados y fecundos.
Llegados a este punto, ya no es preciso buscar explicaciones adicionales. Habiendo material suficiente sobre el que reflexionar, discrepar o formular alternativas, ningún órgano adecuado del PSC se planteó nunca el debate previo a una decisión. No vamos a descubrir aquí las muchas formas existentes para crear un clima, poner en marcha inercias que acaben siendo imparables, plantear opciones sin que haga falta formalizarlas; limitémonos a dejar constancia de que en política, ningún clima es peor al de la fría soledad explicitada por los propios.
En cualquier caso, es obvio que durante estos meses el presidente registró, procesó y maduró una decisión. Se habían alcanzado los objetivos anunciados hace siete años. Convenía abrir etapa nueva. Ya es historia conocida, oficializada.
¿Y ahora qué? Ahora viene lo más interesante. Los progresistas deben decidir si quieren seguir adelante con el proyecto de cambio iniciado hace tres años o aceptan el retorno al resguardo de los gobiernos locales (y del central cuando toca) permitiendo que se imponga de nuevo la lógica perversa que resigna al país al Gobierno de los nacionalistas.
Y lo deben, lo debemos hacer, contando con nuevos liderazgos, estilos y acentos, claro; pero con la mayor determinación por conquistar una mayoría social que aporte su apoyo activo al proyecto; equipados, no lastrados, con el nuevo Estatuto, que es la inversión de futuro más rentable en términos sociales y de país que hayamos hecho jamás.
Y lo debemos hacer, precisamente, orgullosos de las transformaciones reales iniciadas, algunas ya tangibles, en los tres años de Gobierno catalanista y de izquierdas en todos los ámbitos de gestión autonómica: salud, educación, servicios sociales, infraestructuras, crecimiento económico y de la ocupación, seguridad y justicia, igualdad de género, vivienda, protección del territorio, etcétera.
Por eso causan cierta inquietud algunas expresiones de quienes se presentan como Plataforma de Apoyo a José Montilla. Parecen buscar la afirmación propia en el contraste con el periodo anterior, en lo que ellos califican de superación de las supuestas maldades del "debate identitario" que comportó la elaboración del nuevo Estatuto y que se atribuye como característica definitoria del mandato que ahora se acaba. De aceptarse tal cual, supondría también una práctica gatopardesca a la inversa, explicitada en alguno de los artículos publicados, de quienes pregonando apariencias de continuidad reclaman en realidad un auténtico cambio en la política y la estrategia socialista.
Éste es justamente el riesgo más importante que el socialismo catalán debe evitar. No el de sustituir una persona por otra, decisión perfectamente normal que corresponde a la soberanía plena del colectivo socialista, sino el de pensar que lo que debe cambiarse es una política de representación global del país, de construcción de una sociedad tan "rica y plena" como diversa y cargada de acentos, intereses y exigencias diferenciadas en el territorio por una política inequívoca y exclusivamente socialista, teóricamente olvidada en este primer mandato.
Sería tanto como pensar que el único objetivo es el de obtener la movilización suficientemente intensa de una parte de la sociedad catalana. El PSC ha de seguir trabajando por convertirse en el gran partido nacional de Cataluña, capaz de aglutinar tras nuestro socialismo moderno y federal al máximo número de ciudadanos y al más amplio abanico de ideas, presencia territorial, capas sociales y sectores profesionales.
Idéntico objetivo, por cierto, al que tiene el PSOE para el conjunto de España y el mismo que se planteó y consiguió desde el primer momento el PSOE de Andalucía, convirtiéndose en autor, director e interprete casi único del autogobierno andaluz.
Solamente así podemos afrontar con posibilidades reales de éxito las próximas elecciones catalanas, unas elecciones claramente definidas por la confrontación entre las dos grandes orientaciones políticas del país: el nacionalismo conservador de CiU o el socialismo moderno y federal del PSC. Es evidente que, en función de los resultados, deberán plantearse coaliciones, alianzas o mayorías parlamentarias, pero la cuestión principal que los ciudadanos deben decidir está clara: en cuál de estas dos fuerzas pivotará la dirección del Gobierno en una de las etapas con mayores perspectivas de crecimiento, de mejoras sociales y de protagonismo real de Cataluña en España y en Europa.
¿Quién debe desplegar el Estatuto nacido sobre todo por el impulso y la voluntad de las izquierdas? ¿Cómo se obtendrá el máximo aprovechamiento de este estatuto en términos de igualdad, reconocimiento de los derechos individuales o en políticas sociales avanzadas y potentes ahora aun más posibles?
La respuesta a estas preguntas comenzará a conocerse en las próximas semanas, incluso antes de las elecciones. Permítanme ensayar una primera relación de cuestiones que podríamos considerar piedras de toque para conocer dichas respuestas:
- El desarrollo del Estatuto reclamará firmeza institucional, negociaciones duras y difíciles con la Administración central, tanto o más que con el propio Gobierno, que no cederá ni un milímetro en la interpretación de la nueva norma.
- Los criterios y contenidos de la próxima reforma de la Constitución, que puede confirmar o negar la orientación federal que hemos abierto con nuestro estatuto.
- La posición del PSC con relación a las políticas sociales. En la última conferencia nacional quedó apuntada la estrategia: máxima ambición en la construcción del Estado de bienestar, complicidad con todos los sectores activos de la sociedad, proximidad y devolución de competencias al mundo local, convivencia y ciudadanía, seguridad y libertad para todos.
- Las políticas con relación a la lengua y la cultura: la incorporación real de una tercera lengua en la educación obligatoria, el catalán en España y en Europa, la libertad de creación y las políticas de subvención y respeto al mercado, la universalización de la cultura catalana y su proyección en el mundo, los usos y reglas en la escuela, la justicia, el comercio y la Administración.
- El federalismo como principio y como práctica política: la relación PSC-PSOE, la recuperación, cordial, bien regulada y en el momento oportuno, del grupo parlamentario socialista catalán en el Congreso de los Diputados.
- Los equipos de representación socialista bajo el liderazgo de José Montilla: continuidad y renovación de consejeros, altos cargos y diputados.
Lógicamente, toda campaña electoral supone la afirmación de las posiciones propias y la manifestación de la voluntad de obtener una mayoría suficiente para gobernar. Pero la evidencia de la polarización PSC-CiU como escenario principal de decisión nos podría enfrentar a la dificultad extrema de una hipotética gran coalición al estilo alemán. Creo que sería conveniente formular, como ya se hace, con la máxima claridad nuestra predisposición para liderar un Gobierno progresista y catalanista. Y en este sentido, definir prioridades y criterios básicos con relación a cualquier alianza futura.
¿Estamos en condiciones de articular un compromiso socialista en esta dirección? Estoy convencido de ello.
¿Será capaz el PSC de dar respuesta positiva a los interrogantes que hoy tenemos planteados? Depende exclusivamente de nosotros como partido, del liderazgo de José Montilla, naturalmente, pero también de la lucidez colectiva de los socialistas catalanes y de su determinación para ser lo que desde el principio hemos querido ser.
Máximo apoyo, y exigencia, a José Montilla, nuestro candidato, para que demuestre su voluntad y su capacidad de ser, también él, el presidente de todos los catalanes y catalanas, más allá de los límites partidarios que le dan orgullo y representación.
El camino iniciado hace tres años se nos presenta ahora más transitable. Sigámoslo y ensanchémoslo. No nos resignemos a que el nacionalismo conservador retome el timón de un país que "ja és un poc nostre", de un país que ya hemos empezado a transformar y que aspira a todo. A ser la mejor sociedad en términos de equidad, prosperidad y libertad, a ser la Cataluña libre y digna que todos hemos soñado.
Ernest Maragall es secretario del Gobierno catalán y miembro de la Comisión Ejecutiva del PSC.
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