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Reportaje:

Tensión congelada en la frontera del sur de Líbano

Un recorrido por el territorio donde se desplegarán las fuerzas internacionales muestra las dificultades de la misión de paz

Guillermo Altares

Uno de los pocos lugares relacionados con Hezbolá que quedan intactos en el sur de Líbano está situado a unos metros de Israel, en la localidad de Kfar Kila, junto a la llamada Puerta de Fátima, el antiguo paso fronterizo entre los dos países hasta la retirada israelí en 2000. Se trata de una tienda de recuerdos del Partido de Dios, ahora cerrada y con los cristales rotos, pero con las mercancías sin tocar en su interior: camisetas con la imagen del jeque Hasan Nasralá, banderas y gorras amarillas... La tienda está pegada a la valla fronteriza: unos metros más allá, después de la tierra de nadie, comienza una gran extensión de frutales, ya en Israel, y se ven las primeras casas de Metula.

En las zonas destruidas por los combates no hay nada, sólo ruinas y bombas sin explotar
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El inconfundible sonido de los aviones espía no tripulados es constante durante un recorrido por toda la frontera entre Israel y Líbano, desde Kfar Kila, en el este, hasta Naqura, en el mar, donde tienen su cuartel general las tropas internacionales de la Fuerza Interina de Naciones Unidas en Líbano (FINUL). Las fuerzas de la ONU esperan por fin, cuando están a punto de cumplirse dos semanas del alto el fuego, la llegada de los refuerzos previstos por la resolución 1701 del Consejo de Seguridad para ayudar al Ejército libanés a controlar la seguridad en la zona.

Como los productos en la tienda de recuerdos de la milicia chií Hezbolá, la situación que dio lugar a la guerra está congelada, no solucionada, y la tensión se mantiene intacta: los soldados israelíes, a veces invisibles, a veces visibles, ocupan posiciones en varios puntos en Líbano y de vez en cuando se producen escaramuzas; Hezbolá mantiene una presencia activa en la reconstrucción, y sus milicianos, aunque sin armas a la vista, están por todas partes, al igual que sus banderas y los símbolos del Partido de Dios. El Ejército libanés, que ha desplegado unos 8.000 efectivos, ha establecido controles y ha aumentado su presencia, pero no está en la frontera.

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Allí apenas hay nadie. En algunos puntos la carretera sigue llena de gravilla y sólo se escuchan los aviones. Los puestos de observación de la FINUL son visibles desde muchos kilómetros a la redonda: De vez en cuando se ve algún control de cascos azules.

"Sólo se han quedado los pobres. Los ricos se han ido. Veo el futuro muy negro", afirma un joven cristiano en un café de Marjayún, situado frente al cuartel de las tropas libanesas al sur del río Litani. El trasiego de militares que entran y salen de la base en vetustos vehículos es constante. El sur de Líbano es mayoritariamente chií, aunque hay una minoría cristiana significativa cuyos pueblos han sobrevivido intactos a la guerra, mientras que los de sus vecinos chiíes han sido borrados del mapa. Algunos temen que las diferencias entre los que lo han perdido todo y los que conservan sus bienes puedan acabar por producir roces en los próximos meses.

En medio de la devastación y del miedo a que la situación vuelva a estallar, mientras los habitantes esperan a que las tropas internacionales se hagan cargo de la seguridad, las críticas a Hezbolá comienzan a aflorar mucho más a menudo que hace una semana, aunque nunca con nombre y apellidos. "El problema está en que si los soldados libaneses ven a un civil con armas no van a hacer nada, y me temo que ocurrirá lo mismo con los soldados internacionales. Eso convierte la situación en explosiva". En Bint Jbeil, la ciudad más importante al sur del Litani después de Tiro, en la que sólo quedan ruinas, un joven chií afirma: "La resistencia [Hezbolá] ha luchado con valentía contra Israel y le ha dado una buena lección; pero esto no puede seguir así. Deben dejar las armas".

En las zonas devastadas por los combates no hay nada, sólo ruinas y bombas sin explotar de todos los calibres: escuelas, fábricas, casas, tiendas son ahora escombros. "Toda una vida trabajando y ahora me han jodido bien", exclama, en un castellano excelente con un marcado acento colombiano Majid Bazzi, de 59 años. Se encuentra junto a tres de sus seis hijos ante lo que fue su comercio en el centro de Bint Jbeil: una perfumería llamada, en castellano, "Fragancias de París". Bazzi trabajó en Colombia durante 30 años y regresó a su pueblo en 2000. Con sus ahorros fundó su negocio y se construyó una enorme casa.

Han venido desde Beirut a comprobar los daños y a tratar de limpiar un poco su casa: una bomba destruyó la vivienda de enfrente y la onda expansiva fue tan potente que arrancó las ventanas de cuajo y destrozó todo el mobiliario. Acaban de estar en la oficina que Hezbolá ha abierto en un banco del centro del pueblo para gestionar las indemnizaciones.

"Aquí todavía no están pagando. En Beirut están dando 12.000 dólares (9.400 euros) a los que han perdido su casa o su negocio. Hemos venido a tramitar la indemnización y nos volvemos a ir". "Cómo nos vamos a quedar aquí, no hay agua ni electricidad. No hay nada", explica su hijo Alí, estudiante de informática de 21 años. Y su padre agrega: "Me gustaría volver a empezar, ¿pero con qué? Además, con o sin tropas internacionales, los israelíes son capaces de empezar otra vez".

Dos niñas libanesas caminan junto a una tienda de campaña en Qana (sur de Líbano), una de las localidades más devastadas por los bombardeos.
Dos niñas libanesas caminan junto a una tienda de campaña en Qana (sur de Líbano), una de las localidades más devastadas por los bombardeos.REUTERS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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