La necesidad de una vida distinta
Algo debe de haber de laborioso en el festejo para que todo el mundo llegue a su final inevitablemente exhausto. Es como si la celebración supusiera tanto gasto de energía como el desempeño de un oficio o el de la milicia (Eso por no mencionar labores aún más onerosas, como la educación de unos hijos o el mantenimiento equilibrista de un digno matrimonio), circunstancias que hacen que la vida se componga en buena parte de trabajo, de arduo y duro trabajo. Pues sí, la fiesta debe de tener también su punto de trabajo, porque la gente llega rota al final, como si se hubiera vaciado por dentro, como si le invadiera la necesidad de descansar. Eso es lo paradójico: hasta de las fiestas uno termina con ganas de vacaciones.
De modo que no existe el descanso absoluto, sino el descanso "de algo" que hemos dejado de hacer
En la vida todo es un derroche de energías. Nacemos con cierta capacidad de aguante, de paciencia, con una especie de batería física y mental. A partir del primer berrinche, en manos del ginecólogo, comienza el derroche de energía, el desgaste de la batería. La edad es el tamaño de esa herida que el tiempo va haciendo en nosotros y por ella va manando el brío, la sangre, desde el primer día de la vida hasta la jornada terminal. Realmente, los seres humanos nunca alcanzamos a descansar. No es extraño, en consecuencia, que el descanso, el eterno descanso, llegue a ser verdaderamente eterno; bien que nos lo merecimos: aquí no hicimos más que agotarnos a fondo.
En el planeta no existe la verdadera holganza. Para nuestra desgracia, jamás descansamos del todo. Descansamos parcial, relativa, condicionadamente. Descansamos del trabajo en las vacaciones y de las vacaciones en el trabajo. Descansamos de nuestra pareja en los amigos y de nuestros amigos en la pareja. Descansamos de la playa en el monte y del monte en la playa. Descansamos de la ciudad en el campo y del campo en la ciudad. Por eso, en las fiestas de Bilbao también descansamos del resto del verano. Acaso hemos pasado de unos días apacibles en alguna cala de la costa a la turbamulta bilbaína; o acaso algún paisaje exótico de África o de América haya dejado paso a las calles de siempre en nuestra vida. Por eso mismo, si nos quedan días libres por delante, podremos descansar ahora de las fiestas. Por decirlo de otro modo, tanto nos lo hemos currado, tanto ha sido el sudor de vivir la Aste Nagusia, que bien nos merecemos encontrar una hamaca donde haraganear.
De modo que no existe el descanso absoluto, sino el descanso "de algo" que hemos dejado de hacer. Es una forma de huida o de sustitución permanente. La vida como sucedáneo de lo que siempre está en otra parte. Ello explica, incluso, ese agotamiento que suelen dejar las fiestas: la necesidad de recuperar fuerzas, el apremio por reponerse, incluso el escondido anhelo de volver a una vida tranquila y ordenada. A lo mejor hasta el regreso al trabajo, y con él la entrada en el invierno, las noches cortas y la ropa de abrigo tengan algo de purificador y de catártico: realmente volvemos a las costumbres de siempre y en ellas descansamos de todo el tiempo en que llevamos una vida distinta. Vamos, por ponerlo en palabras más prosaicas: el que no se consuela es porque no quiere. Filosóficamente hablando.
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