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Alto el fuego en Oriente Próximo

A la espera de los 'cascos azules'

Los cristianos del sur de Líbano creen que sólo las tropas internacionales pueden frenar una nueva guerra

Guillermo Altares

A la salida de la misa del domingo en la iglesia maronita de Tiro, casi todos los feligreses se saludaban con un "buen retorno", unas palabras que se repiten una y otra vez en las estrechas callejuelas del barrio cristiano del principal puerto al sur del río Litani.

Muchos de los miembros de la minoría cristiana se fueron durante los 33 días de guerra y ahora han regresado y con ellos sus temores a que los ataques israelíes vuelvan a empezar, a la influencia de Irán, a que las relaciones con sus vecinos chiíes se deterioren en los próximos meses. Ante todo, esperan que el despliegue internacional llegue cuanto antes como única garantía de seguridad.

"Siria, Irán, Israel, Estados Unidos... Todo el mundo elige el sur de Líbano para sus guerras y a nosotros no nos dejan vivir. Los libaneses siempre somos las víctimas", explica un profesor jubilado en Marjaayún, la principal ciudad de mayoría cristiana al sur del Litani, muy cerca de la frontera con Israel.

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Pese a la guerra civil, que se prolongó entre 1975 y 1990, y a la ocupación entre 1982 y 2000 por Israel, que utilizó como carne de cañón para el trabajo sucio a la milicia cristiana del Ejército del Sur de Líbano (ESL), la convivencia entre la pequeña minoría cristiana y la mayoría chií (en torno al 90% de la población), es buena, aunque las comunidades viven en pueblos y barrios de zonas diferentes.

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Muchos musulmanes se refugiaron, a veces durmiendo en los coches, en los pueblos cristianos como Ain Ebel, Rmaich o Aalma ech Chaab, que han sobrevivido casi enteros a unos bombardeos devastadores. En público, el apoyo a Hezbolá es clamoroso; en privado afloran las críticas a la guerrilla, aunque son mucho más virulentas al hablar de Israel, por un conflicto inesperado que ha arrasado la economía de una zona muy dependiente del turismo y la agricultura.

"Soy greco-ortodoxo, pero estoy cien por cien con la resistencia [Hezbolá]. No nos fiamos de nadie para defender este país más que de ellos", exclama Salam, un ingeniero de 53 años. Se encuentra en las ruinas de la prisión de Jiam, utilizada como centro de torturas por la milicia del ESL y convertida tras la retirada israelí en 2000 en un centro de peregrinación para los simpatizantes de Hezbolá. Ahora las bombas la han transformado en un descampado.

"Las relaciones son buenas: muchos cristianos han acogido a sus vecinos musulmanes durante los bombardeos", explica un miembro de la comunidad maronita de Tiro que prefiere no decir su nombre, algo que ocurre una y otra vez cuando surgen críticas. "Pero no puedo ocultar que el tejido de los chiíes ha cambiado mucho a partir de 2000. Ha habido una alienación: antes se sentían libaneses, pero ya no es el caso y eso se debe a la influencia iraní".

En total, en el sur hay unos 50.000 cristianos maronitas y varios miles de otras confesiones. La comunidad mayoritaria en Tiro (donde hay 3.200 cristianos y unos 60.000 musulmanes chiíes) es greco-católica y hay una pequeña minoría greco-ortodoxa. Las cifras son siempre aproximadas: el censo, del que depende el reparto del poder político, es una de las cuestiones más delicadas de Líbano. No se ha hecho ninguno desde 1932, que dibujaba una ligera mayoría cristiana en todo el país. Ahora, los expertos calculan que representan en torno al 40%, pero son muy minoritarios en el sur, donde la población es casi totalmente chií.

"Hay que resolver todas las cuestiones pendientes, porque si no podemos tener una nueva guerra. Y si Hezbolá no se desarma tarde o temprano volverán los problemas", agrega el miembro de la comunidad maronita. Por unos instantes la conversación se interrumpe ante el ruido lejano de un avión militar israelí. "Siguen allí, no nos dejan en paz".

En un despacho lleno de fotos con el papa Juan Pablo II, el arzobispo greco-católico Jean Haddad no oculta su preocupación. "Deseo de todo corazón que nos ayuden, que nos protejan, al menos por un año, pero tienen que venir lo antes posible para que podamos terminar con esta historia", afirma antes de agregar: "Nosotros siempre hemos hecho todo lo posible para vivir en paz con las otras comunidades y lo hemos conseguido. Pero esperemos que la influencia extranjera no rompa esta convivencia. Los libaneses de todas las confesiones sólo queremos la paz, que nos dejen tranquilos".

Un vendedor de verduras pasa por delante de una fila de tanques en la ciudad libanesa de Tiro.
Un vendedor de verduras pasa por delante de una fila de tanques en la ciudad libanesa de Tiro.REUTERS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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