Cabalgar espumas
Los que vivimos al lado del océano Atlántico, aunque por aquí se empeñen en decirle "mar" y apellidarlo Cantábrico, sabemos que una semana antes de las grandes pleamares de septiembre el espectáculo está garantizado. Basta apoyarse en la barandilla del océano, dejar que la mirada se mueva al ritmo sincopado del oleaje y que nuestro viento mayor, el noreste, te frote el rostro con el bálsamo agridulce del yodo de algas, para que el Atlántico recupere sus viejos olores y la banda audiovisual de la playa vuelva a ser la de siempre al cabo del breve paréntesis de niveas, fritangas, decibelios y licras.
A finales de agosto y para vacunarme contra el estrés del próximo curso, adopto ante el océano la postura zen del jubilado esperando la regeneración de las grandes mareas. El problema es que esta vez no estoy solo apoyado en la barandilla atlántica. A mi lado, unos metros más allá, una pandilla de adolescentes con pinta de screen-agers, vestidos de Puma y con el iPod momentáneamente desconectado, escrutan y comentan el oleaje creciente del océano desde mi misma postura crepuscular. "¿Os acordáis de aquella ola del año pasado, cuando la verbena de Santa Tecla?". "Nomejodas, fue muchísimo mejor la del día de Covadonga".
Y en mitad de esta conversación nostálgica sobre las grandes olas del pasado, siempre cuando las pleamares de finales de agosto, ocurrió la secuencia más elegante que jamás presencié. Empujados por el noreste entran en escena, como surgidos del hiperespacio de Lucas, tres jinetes sobre patinetes tuneados en perfecto equilibrio pero con los auriculares iPod injertados en el tímpano y las cabelleras estropajadas por la salitre. Frenan en seco delante de la barandilla haciendo un imposible giro hip-hop de 360 grados sin perder un milímetro de estabilidad, le dan un punterazo preciso al patinete, que gira tres veces sobre sí mismo, y como imponentes estatuas etruscas, sin mediar saludo alguno y mirando al horizonte, preguntan a mis vecinos de barandilla: "¿Mañana cabalgamos?".
Nunca sabemos con precisión cuándo nos llega nuestra hora y cuál es el momento de retirarse con el rabo entre las piernas y dejar paso con cierta dignidad a los que vienen detrás, a las nuevas generaciones, pero la otra tarde de agosto, acodado ante las espumas del Atlántico, entendí que era el momento y que ya había alcanzado mi tercera edad, aunque todavía me falte un poco y no pueda remediar que me interesen las tecnologías, las nuevas músicas y pelis indies. Aquella magnífica secuencia en la que los muy elegantes patinadores breakdance les preguntaban a los no menos elegantes surferos memoriosos si por fin había llegado el gran momento del rodeo atlántico, disparó mis alarmas jubilatorias.
Vale, me rindo. No sólo es que jamás podré intentar esos mismos equilibrios sobre las aceras y las crestas atlánticas a pesar de que en su día, hace medio siglo, fui bastante más fan de los Beach Boys que de los Rolling, es que patinar hip-hop o cabalgar espumas son variantes de una misma metáfora surf que resume audiovisualmente esta modernidad, esas constantes y crecientes mareas de la hipermodernidad que agotan a las piedras y para las que, ay, ya no estoy preparado.
A las nuevas generaciones se las puede entender o reinterpretar como hacen los arquitectos vanguardistas y un par de literatos y columnistas españoles, pero ya no las podemos plagiar en sus hermosos equilibrios muy reales sobre las crestas de las olas y los patinetes. No hace falta entender de psicología barata para saber que mis vecinos de barandilla también, al mismo tiempo, son unos expertos consumados en las demás artes hipermodernas del equilibrio. Surfearán con la misma elegancia etrusca por los océanos de Internet, zapearán sin inmutarse por la tele y el iPod, se deslizarán silenciosamente sobre ruedas delante de los escaparates de los centros comerciales, brincarán continuamente de pantalla en los videojuegos japoneses y en los minicines de Hollywood, inmortalizarán olas de otoño con la misma facilidad que nosotros cabalgamos centenarios literarios traídos por los pelos.
Pero el otro día, cuando mi barandilla del zen atlántico se transformó en barandilla de jubilado, entendí que no es lo mismo interpretar las próximas pleamares hipermodernas desde la postura teórica, metafórica o virtual que vivir con aristocrática naturalidad y en perfecto equilibrio encima del patinete tuneado o la tabla de surf. Entendí que no es lo mismo cabalgar metáforas, olas teóricas, que mojarse con salero en el océano propiamente dicho.
Mi única duda generacional (moral y pedagógica, pero es lo mismo), antes de regresar a casa a zapear o surfear en plan jubilado ante las pantallas planas del televisor y el ordenador, es la siguiente: ¿nos limitamos a verlos cabalgar olas hipermodernas con suprema elegancia, como mirones menoreros, o les decimos que sólo cabalgan espumas? En tal caso, ¿desde dónde y en qué lenguaje se lo decimos?
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