Caudillajes
Un gobernante que está en el poder durante casi cincuenta años puede ver cómo los líderes de sus países vecinos se suceden y puede ver cómo las políticas practicadas en todas partes van cambiando. Éste es el caso de dos caudillos de épocas distintas: Franco, que se hizo con el poder cuando la ideología fascista justificaba el derechismo, y Castro, que lo hizo cuando el pensamiento radical de los años cincuenta justificaba las actitudes izquierdistas.
Ahora que recordamos el 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil Española, la prensa ha puesto de relieve que la dictadura de Franco fue "oficialmente" hostilizada cuando el Eje perdió la Segunda Guerra Mundial, pero pudo enlazar luego con los países occidentales con los que tenía "relaciones lógicas". Es cierto que las circunstancias de la Guerra Fría jugaron a favor de Franco y que estar en una Europa que mandó turistas a España y recibió a emigrantes españoles le ayudó mucho, pero nada de esto hubiera pasado si Franco se hubiera empecinado en actitudes ideológicas contrarias al viento de la historia como le ha sucedido a Fidel Castro hasta ahora.
Fidel empezó en los años cincuenta conferenciando en las universidades americanas para convencer a los progresistas de que su objetivo era derrocar al dictador Batista. Así lo hizo. Eran años de Guerra Fría y los norteamericanos no imaginaban que la apuesta iba a desbordar sus previsiones como tantas otras veces les ha pasado: Vietnam, Irán, Afganistán, Irak.
Llegado al poder, Castro aplicó el manual progresista al uso en aquella época: reforma agraria, expropiaciones, exportación de la revolución. Ernesto Che Guevara -del que luego Castro prescindió- completaba el escenario. Un escenario, por cierto, que generaría contrarrevoluciones derechistas en varios países latinoamericanos.
En 1962 el régimen de Castro era expulsado de la Organización de Estados Americanos y empezaba a alinearse cada vez más con el bloque soviético, que, aunque en aquel momento pasaba por el espejismo de su ventaja en la carrera espacial, no podía servirle a la economía cubana para un encaje correcto: aquel no era su entorno "natural". Al mismo tiempo, los norteamericanos iban estrechando su cerco sobre Cuba para contentar el vocerío de los cubanos de Miami.
Contra toda racionalidad económica, Castro hizo entrar a Cuba en el CAME, bloque económico con el que los países socialistas articulaban su particular división internacional socialista del trabajo, que más significaba autarquía compartida que otra cosa. Aquello fue haciendo cada vez más irracional la economía cubana, que pasaba a comerciar y relacionarse mayoritariamente con unos países que estaban a muchos miles de kilómetros de distancia y que ni estaban abiertos al comercio internacional ni pertenecían a los organismos multilaterales que Cuba había ayudado a crear al final de la Segunda Guerra Mundial.
Franco, contrariamente, aceptó que sus ministros tecnócratas fueran acercando a España, poco a poco, a los organismos económicos internacionales y a Europa, a sabiendas de que hacer otra cosa crearía una mala situación económica y dificultaría la propia continuidad de su régimen.
Castro no siguió esta lógica elemental y, por si fuera poco, tuvo la mala fortuna de ver cómo en 1991 se derrumbaban la URSS y el CAME que le daban soporte comprándole azúcar y dándole ayuda. Castro no calibró que la caída del Muro de Berlín debía hacerle cambiar de alianzas. Cuando desde la Unión Europea le tendimos la mano para vencer su aislamiento -y de esto puedo dar fe, pues traté de convencerle en el mismísimo Palacio de la Revolución de La Habana, en donde me recibió en 1997, después de que lo intentara Manuel Marín sin éxito-, Castro la rechazó, pues no estaba dispuesto a aceptar recomendaciones sobre la marcha hacia la democracia y la economía capitalista y sólo hablaba de sus éxitos relativos en salud y en educación.
Franco congregaba a millares de ciudadanos en la plaza de Oriente de Madrid para achacar culpas de los problemas españoles al contubernio judeo-masónico orquestado desde el exterior y a la pertinaz sequía. Castro congrega a millares de cubanos para acusar al norteamericano malo y al capitalismo en sus maratonianos discursos en la plaza de la Revolución o en el teatro Carl Marx de La Habana. Ambas dictaduras culpan de todo al "enemigo exterior" y son incapaces de reconocer sus propias deficiencias internas y rectificar en consecuencia.
Igual que Franco salvó la balanza de pagos española gracias al turismo que empezaba a llegar y a las remesas de los emigrantes que se iban a Alemania o a Francia a buscar el trabajo que no encontraban en España, Castro ha encontrado un paliativo a su pobre gestión y a lo angosto de la Cartilla de Abastecimientos en los ingresos del turismo caribeño y en las remesas de sus médicos y enseñantes emigrados a Venezuela gracias a los pactos con su ideologizado presidente Chávez.
Franco no abandonó nunca el poder y Castro lleva el mismo camino. Franco dejó temporalmente el mando por motivos de salud igual que Castro lo ha hecho ahora. Franco volvió luego a gobernar y tuvo aún tiempo de dictar sus últimas sentencias de muerte antes de morir en la cama. Afortunadamente, la transición a la democracia fue luego modélica en España, a tenor de lo que dicen los politicólogos.
Habrá que ver lo que sucede a partir de ahora en La Habana. Las incógnitas están servidas, pero, de momento, la diferencia entre los dos caudillos, Franco y Castro, es que uno se puso a favor del viento de la historia y el otro, en cambio, no está sabiendo hacerlo, con lo que el tránsito puede resultar traumático.
Francesc Granell es catedrático de la Universidad de Barcelona y ex director para el Caribe de la Comisión Europea
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