El baile de los caníbales
Tremendo -Pascual abre la lata de cerveza que acaba de sacar de la nevera y alerta a su hijo de un codazo.
-Dramático -Junior cierra el libro y se dispone a disfrutar del espectáculo.
-Penoso.
-Patético
Ana María, cuñada del primero y, en estricta consecuencia, tía del segundo, sigue excitando a los adjetivos con sus ya tradicionales evoluciones vespertinas. Con uno de sus innumerables conjuntos playeros estampados de leopardo parece, más que un gran felino, una ballena disfrazada en los carnavales de un zoológico, pero le da igual. Los nuevos ricos no tienen complejos. El pareo, atado con desesperación detrás de la nuca, tampoco es lo bastante amplio como para envolver el generoso michelín principal, flanqueado por dos notables protuberancias laterales que revelan sin misericordia alguna las muy insuficientes dimensiones del biquini, y los tacones no ayudan mucho. Pero ella sigue adelante como si no lo supiera: a ver, a ver, ahora un paso a la derecha, luego dos a la izquierda y vuelta
-Cruel -comenta Pascual al verla caer.
-Horroroso -apunta Junior mientras se levanta.
-Ridículo.
-Trágico
Si no fuera tan odiosa se apiadarían de ella, y de corazón. Pero no se apiadan porque la odian, y este amable numerito del baile del verano es lo único que les compensa por la envenenada hospitalidad que reciben de ella todos los años. Ana María es la hermana rica de Mercedes, mujer de Pascual, madre de Junior. Ella y su marido, Saturnino, que empezó con un mil quinientos y ahora es dueño de una flota de taxis, son los dueños de este dúplex playero en cuya terraza la anfitriona intenta, un año tras otro, aprender los pasos que sus hijas dominaban ya antes de salir de Madrid, para regocijo de sus víctimas. Porque la pobre no tiene suerte, ésa es la verdad. Cuando logró bailar La bomba sin derrumbarse al hacer lo de "un poquito para abajo", se acabó aquel verano, y al siguiente ya era Que la detengan, en la que no había que subir y bajar, sino descoyuntarse en sentido horizontal. No veas. Bueno, pues cuando aprendió aquello, ya no le sirvió de nada. Y así siempre, un año tras otro. El pasado tocó reggaeton, o como se diga, y cualquiera perrea, con su tonelaje Pero si ella se pone, se pone. A principios de septiembre, ya lograba llevar el ritmo, y todo ¿para qué? Pues para nada, porque este año ya no se lleva el dichoso reggaeton, sino una cosa mucho peor, que se llama batuka y es de moverse todo el rato, pero todo, todo el rato, sin parar. ¡Qué horror! Total, que al principio, ella intentaba aplicar las enseñanzas de veranos anteriores para hacer lo que se dice una fusión, pero las niñas le dijeron que no, que así no vale, y Pues nada, batuka todas las tardes y que sea lo que Dios quiera.
-Increíble.
-Inconcebible.
-Cómico.
-Pues si te quisieras leer este libro, papá
-A mí déjame de libros -Pascual se echa a reír-, que lo mío es la danza
Junior le ríe el chiste y renuncia a contarle que, si quisiera leerse ese libro, estaría de acuerdo con él en que Ana María debería apellidarse Belinchón, como todos los aspirantes a escritor de la peculiar saga que a él le está alegrando el verano. No es fácil acertar con los libros que uno se lleva de vacaciones, pero este año él lo ha logrado con la desorientación proverbial de esa familia, desde que el primer Belinchón que aprendió a leer y a escribir escogió triunfar como prohombre de la Ilustración en el mismo momento en que nacía el romanticismo, para engendrar a otro Belinchón que se propuso ser poeta romántico mientras Galdós decidía escribir novelas realistas, y convertirse luego en el padre de un tercer Belinchón empeñado en ser un novelista realista en los umbrales del modernismo, y así sucesivamente, en la vida y en la literatura. Los buenos libros se alimentan de vida y de literatura para fabricar un territorio impreciso, como una isla desierta en medio de un océano donde las corrientes de la ficción y de la realidad se entremezclan en orden, pero sin pausa. Allí es donde viven sus lectores mientras los leen y aún después, porque los buenos libros nunca se olvidan del todo. Eso piensa Junior mientras su tía Ana María sigue haciendo el ridículo. Y mientras su padre se ríe entre dientes, vuelve a abrir el libro para tumbarse a la sombra de una palmera, en la isla desierta que Rafael Reig ha fabricado sólo para él al escribir su Manual de literatura para caníbales. Mucho mejor que su tía bailando en la terraza, se dice a sí mismo, adónde va a parar
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