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Tuvimos dos abuelos

Pocas cosas reflejan mejor el cambio, lento pero imparable, que se ha producido en la escena política española estos últimos años que las visiones cambiantes de nuestra historia próxima que se han ido sucediendo en ella. Porque, aunque pueda sonar a boutade, nada hay más cierto que la afirmación de Michael Oakeshott de que la historia práctica es una reflexión sobre el presente. Es nuestra comprensión de éste la que determina la reconstrucción del pasado como un relato que justifique nuestras definiciones actuales.

La historia de nuestro pasado más próximo (la República y la Guerra Civil) se construyó durante los años de la transición y del primer periodo de gobierno del PSOE bajo un paradigma, propuesto ya desde 1956 por el Partido Comunista. El de que esa historia era, ante todo, un desastre colectivo que sólo servía como negativo para construir una nueva realidad política. No se trató de una amnesia generalizada, como se afirma hoy a pesar de su radical contradicción con hechos perfectamente constatables (un editorial de este diario del 18-7-2006 insiste incomprensiblemente en la tesis de la amnesia), sino, como lo describió Santos Juliá, de un muy consciente y deliberado asumir y echar al olvido el pasado próximo. Hanna Arendt, en La condición humana, subrayó el valor fundacional del perdón, algo sobre lo que precisamente se construyó nuestra democracia actual. Perdonar el pasado fue la única forma para tener un presente.

Es obvio que este paradigma ha caducado, pero las razones de ello deben buscarse en el presente, no en una supuesta recuperación de una memoria histórica que habría estado reprimida hasta hoy. Desde luego, ha colaborado a ello el intento de la derecha española durante los mandatos de Aznar de reescribir el pasado en clave sedicentemente "liberal", recuperando para esa supuesta tradición propia tanto a la Restauración como a figuras señeras como Manuel Azaña. Una reescritura radicalmente imposible, sobre todo porque Aznar (y la mayoría del PP) siempre ha estado en las antípodas de la tradición liberal española. También ha influido, cómo no, el intento de esa misma derecha de congelar la evolución de la democracia, haciendo de la Constitución de 1978 y del consenso que la produjo un fetiche mágico que podía blandirse como arma contra cualquier adversario político. Y también ha influido, cómo no, el descubrimiento de la izquierda de que podía utilizar la memoria como arma para deslegitimar a los gobiernos de la derecha, un arma con enorme potencia simbólica y, por tanto, gran efectividad. Y así, un PSOE que no había considerado necesario durante sus 14 años de gobierno condenar expresamente al franquismo, decidió que había llegado el momento de poner fin a la regla no escrita de no utilizar el pasado en las luchas políticas del presente.

Pero no basta con estos argumentos, puesto que han pasado ya los gobiernos de la derecha y, sin embargo, continúa más activa que nunca la política de la memoria. En parte, claro está, por el cambio generacional, pues los nietos de la guerra no pueden verla igual que los hijos. Pero creo que hay más, mucho más: estamos ante una recomposición política del presente, que se redefine entre otras cosas echando mano de una nueva historia. Y el nuevo paradigma es el de la escisión básica, una escisión a la vez binaria y excluyente. En el anterior paradigma (el del fracaso colectivo), la derecha e izquierda actuales estaban dotadas de la misma legitimidad democrática de origen. El nuevo (la derecha culpable de haber abortado violentamente la primera democracia patria) excluye en principio a la derecha, que sólo podría relegitimarse pidiendo perdón por el pasado. La escisión se proyecta en forma simplista y maniquea al pasado, manoseando de nuevo el mito de las "dos Españas". Da igual que la estampa sea o no correcta desde el punto de vista histórico-científico, pero la República se nos aparece ahora como un añorado régimen democrático, dotado de un valor moral superior incluso a la democracia presente. Son sus banderas las que se exhiben con orgullo, no las constitucionales, que se abandonan a la derecha. Tanto la época republicana como la Guerra Civil se presentan como la lucha de dos bandos, sólo dos (el republicano-democrático-legalista y el militar-fascista-monárquico), unos bandos que se perpetuarían directamente en el presente a través de sus herederos directos: los populares, de un lado, y los progresistas-nacionalistas, de otro. Todas las fuerzas políticas revolucionarias y no democráticas que colaboraron con entusiasmo en los años treinta a centrifugar la política republicana y tuvieron una gran responsabilidad en su fracaso se reconvierten por arte de magia en heroicos demócratas defensores de la legalidad, sin caer en la cuenta de que su heroísmo postrero no justifica su desastroso desprecio por la legalidad burguesa. Quienes intentaron en los últimos días negociar una paz por separado y se ofrecieron a convertirse en "protectorados" del Reino Unido con tal de conservar sus derechos particulares pasan hoy por firmes defensores de la República española.

Los nuevos bandos no son ya de naturaleza socioeconómica, sino puramente política, y de ahí precisamente la importancia de lo cultural y lo simbólico para hacer efectiva la fractura entre ellos. Estamos, como Joseba Arregi advertía hace tiempo, ante una nueva kulturkampf en la que la pugna se sitúa sobre todo en el terreno de la construcción del universo simbólico de referencia. No nos engañemos por tanto, no se trata ya de hacer las paces con nuestro pasado colectivo (algo que en realidad se hizo hace mucho tiempo), sino de traer ese pasado a la actualidad para dar un halo de inevitabilidad histórica a la división actual. A pesar de que, con ello, estamos comenzando a amputar nuestra memoria, a seleccionar a nuestros antepasados, a convertirnos en nietos de un único abuelo.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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