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COLUMNISTAS

Días felices en Estocolmo

En estos días de calores y fiestas populares sanguinarias con los animales, me gusta refugiarme en el recuerdo del periodo en que fui un poco Blancanieves (sin los enanitos y, desde luego, para nada en la versión porno) en Estocolmo. Acodada en cualquiera de los pretiles de las ventanas del apartamento que el embajador Garrigues tuvo la gentileza de poner a mi disposición, mientras participaba en un seminario del que les hablaré enseguida; acodada, decía, e ilusionada, aguardaba cada mañana la aparición de un animal robusto, de pequeñísima cabeza y orejas afiladas y tiesas, patas delanteras cortas y cuartos traseros posteriores claramente enormes, lo que le proporcionaba al animal un cómico correteo. Anda ésta, se dirán ustedes: ¡un canguro en Estocolmo! Que no, que era una liebre. Una liebre sueca, eso sí. Crecida en paz, sin que le hinquen el diente.

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En realidad, eran dos. Y estaban casadas, supongo. Para tranquilidad papal, pertenecían a sexos diferentes. Lo digo porque la primera, que llegaba a ocupar su hueco en el jardín en cuanto calentaba el sol, era más pequeña que la segunda. Ésta comparecía minutos más tarde, supongo que para pedirle opinión sobre qué preparar como menú del día (los suecos no son machistas, ni siquiera sus liebres), qué hacer con las crías ocultas, o bien para decirle: chata, déjame sitio que hoy estás muy resultona. Una de las veces se debió de pasar en sus requerimientos, porque la otra le pegó un resoplido y él salió trotando sobre sus dos desiguales pares de extremidades.

Este matrimonio o pareja era el aperitivo moral que alimentaba de buena mañana a esta hija del sur, que tan violento se muestra con el reino animal. A continuación venía un nuevo aliciente: pasear por los parques, incluso por las aceras, y coincidir cada dos por tres con mamá pata o mamá lo que fuera, caminando airosamente (moviendo el trasero como ya muchos y muchas querrían), seguida de su pequeña prole, siempre en formación de a dos. ¿Quizá eran madres solteras?, reflexioné, afectada por el síndrome del "vade retro, Vaticano", pero no; como mucho, viudas. Porque las aves, cuando eligen pareja, la eligen para siempre. Por amor, no por pontificiazo.

Pero el plato fuerte (alentador, nutricio) fue que se me permitiera participar en un seminario sobre lengua española que allí organiza la Consejería de Educación de nuestra Embajada, y con el apoyo de gente local que ama nuestra lengua y el increíble trabajo de unos profesionales (gràcies, Glòria Abelló) entregados y espléndidos. Al seminario asistieron filólogos, expertos en comunicación, profesores y escritores, y fue para todos un placer auténtico encontrarse frente a unos 400 profesores de español, procedentes de todas partes de Suecia, y reunidos en Estocolmo para reflexionar sobre su trabajo y sobre la forma de mejorarlo.

Aproximadamente la mitad de los maestros y maestras de español proceden de países de América Latina, y ésa fue otra de las razones por las que fui tan feliz durante las jornadas en que permanecí en su compañía. Dulces acentos del español que se habla en Colombia, en Argentina, en Uruguay, en Chile, en Cuba…, en todos. Dulces acentos españoles durante unos días en que Estocolmo gozó, además, de una temperatura tan alta que todo el mundo estaba en la calle (y el sol, también: 21 horas diarias), junto a los canales, en las embarcaciones, en los cafés.

Antes de irme a la cama, de nuevo en una ventana, escrutaba la semiclaridad y me preguntaba si las liebres y los patos estarían ya dormidos.

Puedo parecerles cursi, pero prefiero ese mi lado Blancanieves a sentarme ante el televisión y que, sin esperarlo, me agredan las imágenes de un martirio de toros o de un martirio de cabra lanzada desde un campanario.

Mas si desean que regrese al planeta Tierra y ponga los pies en el fango, puedo recomendarles que lean la última novela del gran sueco Henning Mankell, Antes de que hiele, que se inicia, precisamente, con unos pacíficos cisnes quemados vivos en un estanque. Nadie está libre del horror, ni de la sinrazón.

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