Por qué conozco bien el aeropuerto de Beirut
En 2005 aterricé muchas veces en el aeropuerto de Beirut. La última, en el amanecer del 19 de junio, con el vuelo directo de Iberia. Treinta minutos antes de llegar, el comandante me invitó a pasar a cabina para acompañarle durante las maniobras correspondientes. Recuerdo haber señalado al piloto cómo se llamaba aquel barrio o el hotel donde me iba a alojar. Todo acompañaba con buenos augurios el último día de los cuatro fines de semana en los que habían tenido lugar las elecciones generales libanesas, en las que participé como presidente de la delegación de observadores del Parlamento Europeo. Estaba cansado, pero me invadía el optimismo.
Veinte años atrás hubiera sido imposible aterrizar, porque el aeropuerto era pasto de encarnizados combates; inconcebible señalar ningún hotel, porque todos estaban destruidos, y cosa de locos imaginar unas elecciones entre gentes que se mataban entre sí en una brutal guerra civil, complementada por la despiadada invasión israelí dirigida por el general Ariel Sharon. Pero las cosas habían cambiado mucho, tanto, que quienes meses antes asesinaron al ex primer ministro Rafik Hariri habían conseguido exactamente el efecto contrario al que pretendían, es decir, sumir de nuevo al país en el caos y el miedo: la gente había salido a la calle a reclamar democracia, y gracias a esa movilización popular las tropas sirias se habían retirado, una Comisión de Investigación de la ONU empezaba a buscar a los culpables de aquel atentado y se estaba votando en libertad, aunque fuera con una ley algo más que obsoleta.
Pero ahora, de nuevo, hay quien quiere que salga mal, que vuelvan a morir los civiles, que lluevan bombas, que la gente huya despavorida de sus casas, que el fantasma de la guerra regrese hecho realidad. No podemos permitirlo, tenemos que actuar para que la felicidad no desaparezca definitivamente del rostro de los libaneses. Si no lo hacemos, seremos unos malnacidos.
¿Qué hacer en el Líbano? Lo primero, no revolotear en torno a la situación. Muchos estamos hartos de que la comunidad internacional continúe con sus letanías diplomáticas. Hay que hablar alto y claro: que Israel respete la soberanía del Líbano; que no lance ni un solo ataque más ni por mar ni por tierra ni por aire; que no siga matando civiles inocentes, empezando por los niños; que se respeten los Acuerdos de Taif y se cumpla la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU; que Hezbolá se comporte como un partido que está formalmente en el Gobierno y en el Parlamento; que libere a los soldados israelíes en su poder; que sus milicias se disuelvan en las Fuerzas Armadas libanesas y que no ataque más ni a la población ni al Ejército de Israel, porque las consecuencias las paga todo el Líbano sin haberlo comido ni bebido y, desde luego, el común de los mortales, no los dirigentes de ese grupo; que Siria e Irán dejen de jugar con un fuego que puede terminar incendiando toda la región, ellos incluidos, en el intento de salvar los muebles de sus intereses tácticos.
¿Y qué hacer en Gaza? Reclamar sin paños calientes que Israel cumpla sus compromisos, que el Tsahal se marche totalmente, no vuelva y deje de matar a familias enteras; que Hamás reconozca a Israel, renuncie a la violencia, libere al soldado secuestrado y se comporte de forma responsable para gestionar el presente y el futuro junto con el presidente palestino (nuestra más firme agarradera); que las dos partes vuelvan a la negociación política y se retorne al proceso de paz con una idea simple: dos Estados soberanos y seguros, recuperando el espíritu de los Acuerdos de Oslo.
La UE tiene que moverse haciendo honor a su nombre (evitando el espectáculo dado hasta hoy, en el que cada uno ha ido a lo suyo), exigir el alto el fuego inmediato y el cumplimiento del derecho internacional, promover que el Consejo de Seguridad se pronuncie en favor de la fuerza de interposición y de la Conferencia de Paz propuestas por Kofi Annan, enviar nuevas delegaciones sobre el terreno, elaborar y aplicar formas de protección de la población civil, contribuir a afrontar la catástrofe humanitaria en Gaza y en el Líbano y, en fin, estudiar la aplicación de la cláusula democrática de los Acuerdos Euromediterráneos a quien siga violando la legalidad internacional. Somos los únicos que tenemos capacidad de interlocución con todas las partes, mientras el presidente Bush sigue mostrando una clara parcialidad, a años luz de la centralidad de Clinton, que permitió a los Estados Unidos jugar un papel constructivo en la región.
Pero la UE no actúa en consecuencia. ¿Creemos tan poco en nosotros mismos? Si es así, nos equivocamos. Porque la ciudadanía de muchos países, frente a las bombas y la muerte, sí confía en nosotros para conseguir la paz y hacer realidad la esperanza. Así lo sentía cuando despegué, orgulloso de ser europeo, del aeropuerto de Beirut tras las elecciones libanesas hace un año. Entonces me dije: misión cumplida. Hoy no quiero decirme, si la UE no se mueve como debe hacerlo -con fuerza, con eficacia, con principios-, todo lo contrario. A pesar de lo que clamamos muchos eurodiputados, ya pasó en otros conflictos. Y me atormenta recordarlo.
Carlos Carnero es portavoz del Grupo Socialista del Parlamento Europeo en la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea y coordinador del Grupo de Trabajo del PSOE sobre el Mediterráneo.
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