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Tan largo me lo fiais...

Se compara frecuentemente la economía de la Unión Europea con la de Estados Unidos y se trata de explicar por qué crece aquélla más lentamente que ésta. Generalmente se aduce que tanto la Unión Europea como los Estados de los países que la componen practican una política económica excesivamente intervencionista y tienen una red de protección social demasiado tupida. Ambos factores inhibirían la iniciativa empresarial, disuadirían a los empresarios de asumir riesgos y responsabilidades, premiarían la pasividad y el desinterés de los trabajadores y generarían altas tasas de paro. Frente a estas críticas, otros autores ponen de manifiesto que tales diferencias no entrañan una superioridad de la economía estadounidense, sino, simplemente, un conjunto diferente de preferencias. En la tradicional disyuntiva entre crecimiento y equidad los estadounidenses parecen haberse inclinado por el primero, y los europeos, por la segunda. Porque, en efecto, según estudios recientes recogidos por The Economist, no sólo son mayores las desigualdades en la distribución de la renta en Estados Unidos, sino que, contra lo que muchos piensan, los inmigrantes se integran mejor económicamente en Europa que en América del Norte.

Pero esto no zanja la cuestión, porque el sacrificar el crecimiento económico en aras de la equidad plantea problemas muy graves a largo plazo: en efecto, si en el país no igualitario que crece rápidamente a corto plazo los desfavorecidos quedan en mala condición, a largo plazo su situación será mejor que la de los pobres más asimilados del país igualitario. Porque a largo plazo el crecimiento económico más rápido beneficiará a todos en el país próspero, y sus pobres acabarán siéndolo menos que los del país igualitario. Exagerando un poco y cargando las tintas, seguridad e igualdad traerán consigo estancamiento, mientras que desigualdad y dinamismo traerán riqueza para todos.

Hay una cuestión complementaria y es que la economía dinámica, si no es tan injusta que produzca grandes tensiones -la estadounidense superó ya sus crisis sociales de los años sesenta del siglo pasado-, se convierte en el líder económico, y por ende político y militar, del mundo, mientras que la economía igualitaria y conservadora se ve relegada a un segundo plano en todos estos terrenos. Por añadidura, la economía estadounidense tiene otra gran ventaja sobre la europea: está mucho más integrada, por lo que se acerca mucho más que esta última a la condición de "área monetaria óptima"; es decir, en Estados Unidos los mecanismos del mercado funcionan mucho mejor que en la Unión Europea porque aquí, pese a la desaparición de las barreras arancelarias, sigue habiendo serios obstáculos a la movilidad de los factores, en especial, por supuesto, el trabajo y el capital. Ello se debe, por un lado, a la fragmentación política: cada Estado nacional piensa más en sus propios ciudadanos, que son sus electores, que en los "otros europeos", de los que depende muy poco. Consecuencia de esto es la dificultad para armonizar políticas y, por tanto, para derribar barreras y convertir a la Unión en un verdadero mercado único: esto lo hemos visto recientemente con las dificultades para unificar el mercado de servicios, para lograr una política monetaria que no produzca serias distorsiones, para armonizar las políticas fiscales, etcétera. Pero si la fragmentación política entraña un gran problema, la social es una barrera aún mayor y más difícil de superar: la movilidad de la mano de obra y de los servicios se ve obstaculizada, más aún que por la legislación, por la fragmentación lingüística y cultural. Mientras en Estados Unidos, pese a la estridente retórica multiculturalista, el inglés es un aglutinante cultural y económico, en Europa, pese a la hegemonía de este idioma, las barreras lingüísticas y culturales siguen siendo poderosísimas. El coste de estas barreras para la economía europea es muy alto; las estimaciones son discutibles, pero las que más comúnmente se manejan las cifran entre uno y dos puntos del crecimiento del producto interior bruto.

Resulta cuando menos desconcertante, en vista de todo esto, que en España nos estemos inclinando por la fragmentación en lugar de por la integración. La erección de barreras lingüísticas y culturales allí donde no las había, la descoordinación de las políticas fiscales y sociales, no pueden sino ser una rémora económica en el futuro por la misma razón que lo son en la Unión Europea. En lugar de aprender de los errores o dificultades de nuestros vecinos y socios, parece que hemos decidido sumarnos al pelotón de los torpes. Por desgracia, la mayoría se muestra indiferente a las consecuencias de este serio error porque pueden no ser inmediatas. Unos amigos míos, economistas y afines al Gobierno, me decían hace poco con alivio: "La gente no va a notar inmediatamente las consecuencias del Estatut". No confiaban en la bondad de la operación, sino en la de la anestesia. Como al Don Juan de Tirso, no les importaban las consecuencias si eran a largo plazo. Aparte de recapacitar sobre el déficit ético que tal actitud comporta, los que así piensan deben recordar las presentes dificultades de la Unión Europea y la sorpresa que fue para tantos el fracaso de la tan cacareada Constitución. El malestar público tiene a veces consecuencias inesperadas. Algunos piensan "después de mí, el diluvio" y terminan ahogados.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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