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No seas egocéntrico y piensa en ti mismo

Javier Cercas

El hecho ocurrió hará cinco o seis años. Aquella tarde nos habíamos reunido en una taberna unos cuantos amigos de siempre para conversar y beber cerveza. La cerveza circulaba con fluidez, pero no la conversación, monopolizada casi desde el principio y casi por completo por Fermín Domènech, periodista y persona bondadosa y entera y novelista casi secreto. La verdad es que el monólogo de Fermín -donde convivían en un caos frondosísimo y distorsionado por la neurosis todo tipo de historias minuciosamente personales- era, como siempre, puntiagudo, inteligente y divertido, pero también es verdad que empezaba a dilatarse demasiado y que la cerveza no es el antídoto ideal contra la impaciencia, así que en algún momento intervino el pintor David Sanmiguel -el amigo más antiguo de Fermín, y acaso el más íntimo- y atajó su verborrea incontrolable con una de las frases más brillantes que he escuchado en toda mi vida. "Pero Fermín", dijo, en un tono en el que era imposible distinguir la reconvención de la burla. "No seas egocéntrico y piensa en ti mismo".

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Ya se sabe: los escritores y demás gente de la farándula padecemos una fama tremenda de egocéntricos, lo que explica que la mayoría de las personas sensatas rehúyan por sistema nuestra compañía. De egocéntricos y de vanidosos. Claro que no es exactamente lo mismo un vanidoso que un egocéntrico. El vanidoso reclama a todas horas atención sobre sus logros, que no tolera que se pongan en pie de igualdad con los de nadie o casi nadie; el egocéntrico reclama a todas horas atención sobre sí mismo, porque todavía no ha encontrado un asunto de mayor interés general, o simplemente porque es lo que más cerca le pilla. El vanidoso es un exhibicionista: no se cansa de que el mundo hable de él; su vanidad linda con el narcisismo: "Que hablen de mí, aunque sea bien", es su lema, como lo fue de Salvador Dalí. El egocéntrico es a menudo un tímido que habla de sí mismo para ocultarse; su vanidad linda con la soberbia: "Gracias, majestad", dicen que le dijo Miguel de Unamuno a Alfonso XIII cuando éste le impuso una condecoración. "Me la merezco". "Caramba", contestó el monarca, sonriente y perplejo. "Es el primero de sus predecesores que me dice esto: todos aseguraban que no se la merecían". "Y llevaban razón", contestó Unamuno. Dicho esto, es fácil admitir que un vanidoso es mucho más pelmazo, y hasta más peligroso, que un egocéntrico, quien puede llegar a ser extremadamente agradable. Dicho esto, es fácil admitir que todo el mundo -y no sólo los escritores y demás gente de la farándula- necesita para su salud mental satisfacer una cierta dosis de vanidad o egocentrismo, a la que tal vez convenga llamar amor propio. Dicho esto, aventuro que nada es más nocivo para los escritores y demás gente de la farándula -más incluso que para cualquier otra persona, sensata o no- que sobrepasar esa dosis, y no sólo por el riesgo cierto de convertirse en un mamarracho insufrible, sino porque nadie debe ser más consciente de la pobreza comparativa de sus logros que un artista de verdad, y porque esa conciencia es la única garantía posible de que alguna vez esos logros no sean del todo pobres.

Aduzco dos anécdotas como prueba insuficiente de esa hipótesis. La primera la cuenta Cioran y atañe a Samuel Beckett (Cioran y Beckett eran amigos: el primero consideraba al segundo "el único contemporáneo increíblemente noble"; el segundo consideraba al primero un amigo, hasta que decidió que era un escritor superficial y su amistad se enfrió). Una noche, ambos cenaron en casa de unos amigos, que inopinadamente convirtieron a Beckett en el centro de la reunión, acuciándolo con preguntas eruditas sobre su persona y su obra. Incómodo, Beckett primero se refugió en un mutismo completo, luego volvió la espalda a los comensales, o casi, y por fin, antes de que la cena acabase, se levantó de repente y se fue, "concentrado y sombrío, como se puede estarlo antes de una operación o de un apaleamiento". La segunda anécdota me la contó precisamente Fermín Domènech, y atañe a Rafael Azcona (las historias de la literatura omiten el nombre de Azcona, quien es, sin embargo, uno de los escritores fundamentales que ha dado España en el último medio siglo: no sólo ha escrito algunas de las mejores películas del cine español, sino también algunas novelas imprescindibles, como Los europeos, recién publicada por Tusquets). Domènech publicó no hace mucho una novela; como todas las suyas, apenas se leyó, pero poco después de su aparición su editor le rebotó un e-mail en el que Azcona declaraba haberla leído con admiración. Loco de felicidad, puesto que, como cualquier persona sensata, considera a Azcona un clásico vivo, Domènech decidió agradecerle a Azcona su e-mail enviándole un libro de artículos publicado años atrás, en uno de los cuales hablaba de Azcona como de un clásico vivo. Domènech recibió poco después la respuesta de Azcona; en síntesis, decía esto: "Estimado señor Domènech, le agradezco mucho el envío de su libro, pero todavía agradezco más no haber leído antes el artículo que me dedica: si hubiera sabido que eso es lo que usted opina de mí, nunca hubiera leído su novela, que, en efecto, me gustó mucho. Atentamente: Rafael Azcona". Ese día Domènech decidió dejar de ser un egocéntrico y empezar a pensar en sí mismo.

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