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Columna
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Museo del Rolls

Sale a subasta el Rolls-Royce del Ayuntamiento de Marbella, pago recibido en su día por un convenio urbanístico del alcalde Gil. Ese Rolls es el emblema ambulante de una época: anunciaba que los convenios urbanísticos cuestan. Para recibir hay que dar, aunque sea un coche, un Rolls-Royce, tradicional signo de inmodestia elegante. La rejilla del radiador es un templo greco-romano, coronado por una mujer alada, marca de la casa. Erwin Panofsky, teórico del arte, estudió el radiador del Rolls-Royce y lo consideró fruto de siglos de historia de la arquitectura y el arte de Inglaterra: la dama con alas asume la corriente romántica, y el radiador en forma de templo es el colofón de la tendencia clásica. Estas mezclas son el secreto del mal gusto más prestigioso.

Un Rolls-Royce combina estética y vida pícara: hay leyendas sobre la señora que sirvió de modelo para la estatuilla, amante secreta y secretaria del señor de la empresa, o del noble que encargó uno de los primeros Rolls. Entonces la dama voladora llevaba un dedo en los labios, como si reclamara silencio, lo mismo que pedía nuestro mundo marbellí, fundamentado en la delincuencia constructiva. Yo veo una lástima que se subaste el Rolls y se diluyan los símbolos de una época. Y no pienso en la Inglaterra posvictoriana y sus nobles e industriales de vida alegre, sino en la época de la explosión del litoral andaluz.

La transformación social de la costa, a la vez lenta y repentina, ha reventado el paisaje, la flora, la fauna, los cultivos, la vida económica y moral. Las relaciones laborales, que se basaban en la servidumbre, se han ajustado a los caprichos reglamentados del capitalismo. Y ahora el sistema empieza a dar síntomas de entropía y congestión delirante. Ya hemos llegado al urbanismo vacío, sin habitantes, de cadenas de casas en montes pelados, sólo inversión o especulación, probable depuración de dinero delincuente, patrimonio puro e inútil como el arte.

"Esto es sublime", decían los estetas del siglo XVIII, y se referían al efecto de terror agradable que causa en el espectador la naturaleza descomunal e indómita: una tormenta o un maremoto o un incendio imponente. La mutación de los paisajes costeros es la demostración sublime de lo que puede hacer el hombre como fuerza desatada de la naturaleza. Recuerdo otra vez las palabras de Jean Daniel, antiguo director de Le Nouvel Observateur, a propósito de cierto lugar cercano a Málaga, en abril de 1988: "Horrible, espantoso suburbio marítimo... Lo que los hombres pueden hacer a la naturaleza... Cómo pueden mostrarse indignos de ella".

Todavía es tiempo de hacer un museo con todo lo que se ha destruido construyendo. El museo de la Costa podría levantarse en algún hotel en ruinas, arruinado o en expectativas de demolición. Los museos son los templos de nuestro tiempo turístico. El museo de la Costa ofrecería todos los elementos del museo ideal y rentable: espectáculo, culto al dinero y el poder, sensacionalismo y acumulación de tesoros. Expondría documentos legales, fotográficos y cinematográficos, planos y mapas, obras de arte ganadas en convenios urbanísticos, armas y trofeos de cetrería, automóviles, planos y croquis arquitectónicos, fotos de los bloques de bloques, y de los adosados, y de las mansiones de los grandes promotores, y ajuares domésticos, el antes y el después de una época.

Los grandes museos son instituciones educativas y depósito de saqueos y botines de guerra. El museo de la Costa tendría valor etnográfico, antropológico, arqueológico y artístico, y, como todo museo estupendo, provocaría la nostalgia por la pérdida de un mundo, aunque ese mundo no sea una corte renacentista ni la pinacoteca de un rey absoluto. El turista sentiría la emoción del mundo perdido de los pescadores, los labradores, los leñadores, los pastores y los colonizadores de las plantaciones de caña de azúcar. La pieza más apreciada del museo sería el litoral mismo, de este a oeste, de Almería a Huelva, una descomunal obra de arte, de cientos de kilómetros de longitud.

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