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Gañanes de espíritu

Si hace una semana hablé aquí del español cabal o rufián, según la distinción de 1845 del viajero Richard Ford, lo ocurrido el 27 de junio pareció algo a propósito para darle la razón y confirmar que, en algunos aspectos, estamos como entonces o peor. Ese día se disputaba en Hannover el partido España-Francia, y aún había esperanzas en nuestra selección. Como casi todo el mundo, me dispuse a verlo, pero ya antes de empezar pensé: "Vaya imbéciles, ahora es seguro que vamos a perder". Los imbéciles eran la mayoría de los compatriotas hinchas presentes en el estadio -decenas de miles-, a los que no se les ocurrió otra sandez que silbar y abuchear, de principio a fin, el himno francés, La Marsellesa, hasta ni siquiera permitir que se oyera. "Vaya cretinos", insistí en pensar, "con esto habrán cabreado de mala manera a los futbolistas franceses, que intentan cantarlo con emoción pese al inadmisible y grosero estruendo, y, si podían sentirse algo intimidados por el buen juego anterior de los españoles, ahora harán lo imposible por derrotarnos. Y, si lo logran, bien merecido lo tendremos, por gañanes, por zafios, por salvajes y por villanos". No hace falta recordar que nos ganaron en buena lid. Pero, más allá del partido en sí, el hecho, que quizá pueda parecer menor, yo lo encontré gravísimo y sintomático del envilecimiento al que se ha llegado en nuestro país. Los forofos congregados en la Plaza de Colón, además, silbaron y abuchearon igualmente, y no se limitaron a eso, sino que ante la aparición de los numerosos jugadores negros de los llamados bleus, lanzaron los ya consabidos chillidos simiescos y racistas de tantas otras ocasiones. Los individuos de Madrid eran sobre todo adolescentes y jóvenes, cuyos desmanes se tienden siempre a disculpar, pero muchos hinchas de Alemania eran más bien talludos y tripudos, como nos hemos hartado de ver durante semanas en la televisión. Quiero decir con esto que ese envilecimiento no es cuestión pasajera ni "cosa de la edad", sino que está instalado en el conjunto de la población, también de la adulta, y eso ya no se arregla con el mero paso del tiempo. De qué clase de gañanes se nos ha poblado el país. España nunca destacó por sus modales, pero desde luego no siempre fue tan incivilizada. Hasta hace un par de decenios, todo el mundo sabía que hay cosas que no se pueden hacer bajo ningún concepto ni en ninguna circunstancia, y una de ellas era permanecer sentado mientras suena un himno nacional, mucho menos abuchearlo y silbarlo hasta acallarlo. En ningún otro partido de este Mundial de Alemania ha habido muestra semejante de garrulería y desconsideración; ninguna otra afición ha escarnecido el himno del rival, y en eso hemos sido vergonzosamente únicos, los villanos del planeta, los irrespetuosos, los vándalos, los felones. He leído que no era la primera vez: en un partido contra Serbia ocurrió lo mismo, y se hubieron de pedir disculpas para evitar un incidente diplomático. Por menos se desataron guerras en el pasado, y por La Marsellesa en concreto -himno revolucionario- ha muerto mucha gente que luchaba por su libertad. Supongo que las hinchadas estaban en Hannover alejadas entre sí, porque no habría sido nada raro que más de un francés se hubiera liado a tortas o a navajazos con nuestros desalmados compatriotas. A muchos españoles les puede parecer que lo de los himnos y las banderas es una chorrada (no a un vasco ni a un catalán), y para un par de generaciones la Marcha de Granaderos y la antes llamada "rojigualda" están todavía un poco teñidas, por desgracia, por el abuso franquista. Pero hace falta ser muy bruto y muy cateto para no darse cuenta de que para los ciudadanos de otros países sus símbolos tienen otro cariz. Los jugadores se llevan la mano al pecho cuando suena su música, los espectadores la cantan o la corean, todos de pie. Nos guste o no, nos parezca algo arcaico o patriotero, aún es así. También podríamos saltarnos a la torera la inviolabilidad de las embajadas, pero si así lo hiciéramos y fueran asaltadas por la turbas de cada nación, la diplomacia se habría acabado. ¿Quién educa a los españoles actuales, que ni siquiera es capaz de meterles en la hueca cabeza las más básicas normas de convivencia y civilidad? Sería hora de que los Gobiernos hicieran campañas para inculcarlas, en vez de la enésima contra el tabaco o las drogas. Por ignorar y despreciar estas reglas nos encontraremos un día con un buen disgusto, no con una mera protesta diplomática. Lo que sí sé es que, si los hinchas franceses la hubieran emprendido a mamporros, los nuestros se habrían quedado estupefactos, temblando y con el grito en el cielo. Y es que una de las falsas ideas o convicciones instaladas en nuestra mentalidad de hoy es que nada tiene consecuencias, y que alguien nos librará de ellas si las hay. Debería recordarse, debería volver a enseñarse que la paciencia se agota, y que entonces las consecuencias no sólo existen, sino que son desastrosas para el infractor y para el gañán de espíritu, o es quizá vocacional.

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