Añorando a Bush
En otoño le quedarán a George W. Bush por cumplir esos dos últimos años de la segunda legislatura en los que los presidentes norteamericanos son tachados de lame ducks, patos cojos, por su escasa cuando no nula capacidad de iniciar nuevos procesos políticos. Pasada la renovación parcial del Congreso en noviembre comienzan los ajustes a nuevas mayorías, a la correlación de fuerzas y cambios de prioridades. Con la carrera hacia la Casa Blanca de los candidatos a la presidencia, el aún inquilino entra en eclipse definitivo. Lo cierto es que Bush entró en fase de esclerosis mucho antes. Sus índices de popularidad interior, bajo mínimos, pueden variar pero ya serán irrelevantes para lo que queda de mandato. Y en el exterior, la demonización del personaje ha alcanzado un nivel -muchos dirán que merecido pero en todo caso irracional- que ya cualquier esfuerzo por contrarrestarla sería perder tiempo y dinero.
El hecho de que la responsabilidad de este desastroso balance de las relaciones públicas de la Administración de Bush sea en inmensa medida propia no puede hacer olvidar que supone un revés objetivo para la seguridad común de las democracias. Y, como se ha visto en los últimos dos años, también un gran acicate para sus enemigos. No para sus críticos, tan preocupados con las derivas insensatas del presidente como con el rearme general de los enemigos reales. Para éstos, tan apasionados y obsesivos en el islamismo radical como en la paleoizquierda europea y muy especialmente en este nuestro triunfante pensamiento new age carpetovetónico, el haber encontrado una imagen tan plausible del mal absoluto como el tejano ha supuesto un inmenso salto cualitativo en su capacidad de convocatoria y conjura. Según las encuestas los españoles están entre los más convencidos de que Bush es peor y más peligroso que todo, de la misma forma que Santiago Carrillo considera que el Partido Popular tiene más vocación asesina que ETA porque a ésta se le ha pasado. El fanatismo religioso antioccidental y la nueva izquierda mágica comparten a un Belcebú que les ha venido literalmente "de miedo" en estos últimos años para la movilización de la bondad en contra de los enemigos de la paz.
Pero George W. Bush se nos jubila. Forzosamente. En la práctica hace mutis ya y sus enemigos se enfrentan a tiempos de confusión y zozobra. Porque los problemas, algunos de ellos con cierto peligro, continúan. Véase Afganistán, donde España ya tenía militares muertos de diverso rango, dependiendo si viajaban en avión o helicóptero, en una legislatura u otra. Y vuelve a haber ataques a españoles, difícilmente achacables a denostadas políticas belicistas pasadas. Hay muertos de la OTAN porque hay allí soldados defendiendo a un régimen que intenta implantar unas normas parecidas, sólo parecidas, a las que rigen en los países democráticos y lo hacen sin suficientes tropas y medios.
Durante un lustro quienes propusieron y designaron tal objetivo han tenido miedo a sus propias decisiones. Han dejado que los talibanes, entonces derrotados, dispersos y en fuga, se hayan reorganizado y exploten ahora todas las divisiones y la falta de tenacidad y voluntad de los occidentales que la población afgana percibe perfectamente. El fracaso por absoluta inacción y falta de dinero para acometer la lucha contra la producción del opio es a la vez sintomático y decisivo en el cambio de ambiente. La situación en Afganistán por lo demás cada vez se parece más a la de Irak. La incapacidad política de hacer unas ocupaciones militares reales, como en Alemania o Japón, ha llevado a atajos con errores masivos, arrogancia e incompetencias inconcebibles y a la continua lucha entre el parche militar y el desistimiento. Cuando los Gobiernos europeos y el pacifismo totalizador se queden sin Bush será todo más difícil de explicar, desde los vuelos secretos de prisioneros hasta los muertos propios. Todos echarán de menos a Belcebú.
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