Ajustes de cuentas
La política española vuelve a convertirse en un espectáculo lamentable donde cada dos por tres se montan agrios ajustes de cuentas. Y de esta continua trifulca no se salva nadie, pues ahí está el antiguo oasis catalán, que hasta hace poco nos parecía un discreto modelo de templada sensatez y aburrida moderación, mientras que hoy también se debate en una pelea permanente donde todos pugnan por deshacerse del antiguo aliado con sañudo afán de venganza, y lo único que les une es su odio común al proscrito Partido Popular, condenado al ostracismo por su culpable catalanofobia en virtud del pacto del Tinell. Lo cual resulta perfectamente explicable porque, en efecto, quien ha impuesto la política del ajuste de cuentas como única estrategia posible ha sido el partido de Aznar, que la introdujo como la más eficaz en su intento por derribar al presidente González en los primeros noventa, y la ha entronizado después como su más obsesiva seña de identidad política, tras la vergonzosa derrota sufrida en castigo por su indigna gestión de la matanza de Atocha. Desde marzo de 2004, todos y cada uno de los actos del Partido Popular obedecen única y exclusivamente a su ciego resentimiento y a su rencoroso afán de venganza contra aquella coalición negativa de socialistas y nacionalistas que les expulsaron del poder. De ahí que ahora se empeñe en pagarle con su misma moneda al Gobierno de Zapatero, devolviéndole todas y cada una de las manifestaciones sufridas en la etapa anterior con sus mismas formulaciones lapidarias: "¿Quién ha sido?", "¡No en nuestro nombre...!".
Los ajustes de cuentas parecen lógicos y naturales tanto a quienes recurren a ellos como a quienes los sufren y los presencian, pues parecen obedecer como la venganza misma al más elemental principio de la justicia retributiva. De ahí su éxito político y mediático, pues poseen un indudable poder de convocatoria para captar y atraer la atención y la adhesión del público espectador. Pero como ha demostrado la teoría de juegos con su dilema de los prisioneros, los ajustes de cuentas plantean un grave problema, y es que dan origen a escaladas y espirales de acción-reacción que se realimentan a sí mismas, encerrando a los contendientes en círculos viciosos de interminables venganzas a la siciliana. Ya nadie se acuerda de quién, cómo y por qué inició la pelea, pues lo único que se recuerda es el deber de devolver golpe por golpe sin dejar pasar ninguna ofensa ni agresión sin respuesta. Y esto hace que la política de la venganza se reproduzca y se transmita de generación en generación, pues cada nueva promoción de líderes hereda de sus mayores las deudas políticas que quedaron pendientes de cobro, obligándoles a tratar de resarcirse por la vía de los hechos con un plus de intereses acumulados. Así, por ejemplo, el PSOE ansiaba vengarse de la conspiración urdida contra el presidente González para expulsarlo del poder, lo que no logró hasta el 14-M. Pero automáticamente, el PP lo interpretó de forma simétrica como otra conspiración inversa a la anterior, que habría expulsado a Aznar del poder de forma tan escandalosa como la que antes expulsó a González en 1996. De ahí su ansia de venganza justiciera, deseosa de ajustar cuentas devolviendo con creces la ofensa padecida.
Por eso es de temer que, como sucede con todas las escaladas en espiral de realimentación circular, esto no haya hecho más que empezar, y a cada vuelta de tuerca crezca más y más la burbuja del ajuste de cuentas, extendiendo su área de influencia tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Piénsese en lo que puede pasar aquí cuando empiece a debatirse la Ley de la Memoria Histórica, que habrá de reabrir las heridas mal cerradas de la Guerra Civil y la subsiguiente posguerra genocida. Aquellas deudas de sangre van a refrescar los ánimos de revancha justiciera, lo cual despertará, en justa reciprocidad, un airado afán por pasar al contraataque alegando deudas simétricamente opuestas tan reales como imaginarias. Algo que ya se está haciendo con la comparación entre las dos transiciones a la democracia en el siglo XX, la republicana de 1931 y la monárquica constitucional de 1978, pretendiendo confrontarlas como si fuesen las dos caras de un mismo espejo irreal. Y esto hace temer que el montante imaginario de la deuda contraída se irá magnificando, lo que elevará en consonancia la deuda política pendiente de ajustar por parte de ambos bandos.
Ahora bien, conviene recordar que las supuestas dos Españas enfrentadas, si es que alguna vez existieron, ahora desde luego ya no existen. La sociedad española está completamente modernizada y secularizada. Así que los viejos demonios fratricidas sólo son una ficción, pues ahora ya no tienen ningún sentido. Pero nuestra clase política no parece saberlo, como si estuviera sin secularizar y continuase encerrada en una burbuja, prisionera del ajuste de cuentas que es su único juguete. Se diría en efecto que para nuestra clase política el tiempo no ha pasado, pues continúa debatiéndose en el mismo clima incivil de los años treinta, del siglo XIX o de más atrás, cuando comienzan las luchas cainitas contra el poder de los validos en la España de los Austrias. Y este carácter anacrónico y arcaizante de nuestra clase política, todavía enfrentada en una eterna batalla imaginaria, se debe tanto a la circularidad intemporal del enfrentamiento recurrente como a su creciente aislamiento de la sociedad civil, a la que no resulta capaz de representar con suficiente propiedad. De ahí que los ciudadanos vuelvan la espalda a los políticos, defraudados por el triste espectáculo de una vida pública incivil de la que se sienten excluidos.
Tal como explico con mayor detalle en mi último libro, La ideología española, la forma de hacer política que se estila en nuestro país busca como prioridad absoluta el acoso y derribo del adversario, a cuyo fin último se supedita todo lo demás, tanto el interés general como el particular. Es verdad que, como Ortega sostuvo, somos víctimas de una fractura social que nos hace priorizar la defensa sectaria de nuestros derechos en pugna sin que nadie asuma la representación auténtica del interés común. Pero lo malo no es esto, pues resulta peor que se anteponga el ataque contra los derechos ajenos a la defensa de los propios. Nuestros líderes no buscan defender sus programas ni los derechos de sus electores, pues prefieren destruir los programas y el liderazgo de sus adversarios. De esta forma, cuando ganan, sólo obtienen victorias pírricas, en las que unos y otros se destruyen mutuamente y todos quedamos autodestruidos. Lo hemos visto en la escena catalana, donde nadie defiende su sí o su no al Estatut, pues prefiere atacar el no o el sí de sus rivales destruyendo su imagen. Y lo vemos siempre en toda España, donde la única estrategia efectiva que siguen nuestros políticos es la destrucción simbólica de sus adversarios, negándoles su derecho legítimo a gobernar: ayer contra Aznar, hoy contra Zapatero. Pero al desautorizarse mutuamente, todos nuestros políticos pierden su autoridad, resultando incapaces de representar a nadie de verdad. Y así es como la propia autoridad pública pierde su legitimidad social.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Complutense.
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