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Columna
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Malas compañías

Pocos de los que hoy aun saben quien era Franz von Papen, aquel hombre que habría de pasar los últimos veinte años de su vida disculpándose por algo que negaba haber hecho, discreparán de que su perdición le llegó por las malas compañías. Podía haber vivido bien y dignamente como un destacado mediocre de la clase alta alemana, pero la ambición lo llevó a unirse al rufianismo político en auge en Alemania, para hacer en común una gran singladura por la historia de la que se pretendía capitán. Cuando se produjo el naufragio apenas era ya grumete.

Vidkun Quisling, o Phillipe Petain, fueron vilipendiados y sus apellidos se convirtieron en sinónimos de colaboracionismo con una ocupación extranjera. El de Von Papen se convirtió en equivalente de colaboracionista y cómplice necesario de un régimen criminal interno. Von Papen simboliza como nadie a quienes en Alemania infravaloraron a los nazis y creyeron poder utilizarlos para sus fines. Para ello no dudaron en trivializar y ocultar sus desmanes y difamar a las víctimas de sus nuevos aliados. Cuando se quisieron dar cuenta de cual era la catadura de aquellos a quienes habían aupado desde las peleas callejeras de puños y pistolas a los salones de Gobierno, los nuevos okupas nazis ya no se les ponían al teléfono, y pronto les habían quitado los palcos en la ópera, las amantes, las colecciones de arte y las lealtades hasta de los más antiguos mayordomos.

Pero trivialicemos un poco y retornemos a nuestros tiempos modernos y livianos, sin que nadie caiga en suspicacias de paralelismos tan profundamente desacreditados. Las malas compañías son una amenaza constante, sobre todo en la adolescencia, cuando los principios aún están tiernos y apenas sugeridos por los mayores y el carácter es poco más que un humor. Hace menos de una década que en Europa rugió la santa indignación por una mala compañía elegida por el Partido Popular Austriaco (ÖVP), al aliarse al Partido Liberal (FPÖ) de Jorg Haider, un demagogo ultraderechista. Austria fue objeto de sanciones con desplantes, como si del Estado del apartheid se tratara. No había allí mamarrachada alguna, por nimia que fuera, que no recibiera amplia cobertura en los medios europeos, como prueba del peligro nazi en Austria y de la buena conciencia de quienes así castigaban al "peligro pardo".

No perdamos el tiempo en preguntarnos por qué la UE no sancionó a Italia cuando Berlusconi formó aquel Gobierno de bizarría, con post y prefascistas de la Padania o el interior. Lamentémonos que la crisis europea produzca monstruos a diestro y siniestro y que se multiplican las compañías y los socios que hace poco habrían causado estupor. En Polonia, el Partido Paz y Justicia de los hermanos Kaczynski no siguió los pasos de una gran coalición para afrontar una situación extrema, tal como hizo Alemania, con resultados muy halagüeños por cierto. Por el contrario, se ha aliado con dos partidos extremistas, Autodefensa y la Liga de las Familias, que son xenófobos, homófobos y fascistoides. La polarización en el país crece desde entonces día a día. La coalición gobierna abiertamente contra la mitad liberal de la sociedad polaca, agita el revanchismo primario y descalifica como comunista a cualquiera que ose criticarlo. Sus miembros más radicales intentan criminalizar a la oposición. Esto sucede en Polonia, un país de tamaño similar al nuestro, con una transición política hecha a imagen y semejanza de la nuestra, y ahora objeto del cuestionamiento de las fuerzas del Gobierno. Eso sí, no tiene organizaciones incluidas en la lista de bandas terroristas de la UE que, orgullosas de su pasado, negocian el futuro político con el partido del Gobierno. Porque eso sí supondría la consumación del fenómeno que evoca por lógica a Von Papen.

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