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Todos contra el fuego

Manuel Cruz

¿Interesa la política en Cataluña? Hubo quienes, a la vista del alto índice de abstención en el referéndum que debía aprobar el nuevo Estatut, se apresuraron a responder negativamente a la pregunta. Pero que la política interesa entre nosotros es algo fuera de toda duda. Baste para confirmarlo con recordar las manifestaciones multitudinarias de hace poco más de dos años contra la guerra (aunque no habría que rebuscar demasiado para encontrar más ejemplos). No es, pues, un problema de desinterés en general hacia la política, sino de desinterés (o tal vez de algo más fuerte) particular, concreto, que se ha manifestado en este caso y que habría que analizar atendiendo los perfiles particulares de la situación.

En realidad, la clave del asunto nos la venían proporcionando desde hace meses con sus declaraciones los propios responsables políticos catalanes. Prácticamente todos -con independencia de su adscripción partidista- reconocían (incluso con estas palabras textuales) que habían hecho el ridículo, que se sentían avergonzados, que se habían equivocado en muchas cosas, etcétera, cada vez que se les instaba a que hicieran una evaluación de conjunto del proceso estatutario. Partiendo de semejante premisa, tiene poco de extraño que una gran parte de los votantes se resistiera a sancionar un proceso cuyos mismísimos protagonistas juzgaban tan crudamente.

Aunque hay más. No habría que descartar que el votante -que, como los propios profesionales de la política, suelen afirmar cuando pretenden regalarle los oídos para recabar su voto- no es tonto y también se percatara de otra cosa. A saber, de que los mencionados políticos se declaraban apesadumbradísimos por su comportamiento pero, qué curioso, ninguno de ellos parecía dispuesto a tomar ninguna medida al respecto (¿dimitir, por ejemplo? ¿O es que resulta absurdo esperar de un político que actúe en consecuencia cuando, según su propio testimonio, ha hecho el ridículo hasta el extremo de sentirse avergonzado?).

Pero quizá lo que ahora más importe sea llamar la atención sobre la forma en que, una vez llevado a cabo el referéndum, las fuerzas políticas reaccionaron ante la notoria desafección de una parte importante de la ciudadanía a su propuesta. En resumen: bastó con que el PP intentara apropiarse de la abstención (como, por cierto, intentó apropiársela también ERC en los primeros compases de la noche electoral) para que todo volviera a su cauce. Entre las fuerzas políticas catalanas se diría que la abstención ha pasado a ser un problema menor -por no decir inexistente-. La propia ERC, vista la pésima experiencia de aparecer asociada al PP en su demanda de no, ha decidido volver al cómodo pesebre de la transversalidad y se ha apresurado a hacer enfáticas proclamas acerca de la legitimidad del resultado del referéndum. Pero, ¿acaso fue ése alguna vez el problema? El resultado de este referéndum -era cosa sabida de antemano- habría sido legítimo con cualquier grado de participación. La cuestión es si las formaciones políticas catalanas pueden hacer como si no fuera con ellas el alto índice de abstención registrado el 18 de junio. Es un tópico entre los profesionales de la enseñanza la afirmación de que cuando entre un grupo de estudiantes se produce un determinado grado de suspensos, el problema, sin ningún género de dudas, hay que buscarlo en el propio profesor y no en los alumnos (aunque a nadie se le ocurra impugnar su derecho a suspender a cuantos considere justo).

Tengo para mí que una parte significativa de la ciudadanía de esta comunidad tiene la sensación -tal vez difusa y poco elaborada- de que sus representantes no cumplen adecuadamente con la función que les ha sido atribuida. La distribución de la abstención en Barcelona según los barrios -clarificadoramente analizada aquí por Joan Subirats-, así como el dato constante, reiterado, de que el índice de participación en las elecciones generales en Cataluña sea, desde hace años, un promedio de 10 puntos superior a la participación en las autonómicas en ningún caso pueden ser considerados como elementos menores, de escasa trascendencia para el análisis, sino que, por el contrario, apuntan al corazón mismo del mecanismo democrático.

Los responsables políticos deben responder ante el electorado, que expresa su malestar por diversas vías (incluyendo, por cierto, el importante aumento del voto en blanco). Pues bien, lejos de eso, con lo que nos hemos ido encontrando con el paso de los días es con que, una vez alcanzados los objetivos propuestos, aquellos mismos políticos que se declaraban tan avergonzados, ahora han pasado a reñir al electorado (por ejemplo, por quedarse en la playa en vez de acudir a votar) y a falsear de nuevo los términos del debate. Por supuesto que el PP no tiene ningún derecho a atribuirse la abstención -fundamentalmente porque en ningún momento la propuso- pero el resto de fuerzas políticas tampoco tienen que identificar con el PP a una tan importante masa de descontentos. A menudo parece olvidarse un dato tan simple como rotundo: en Cataluña, el PP es ¡la cuarta fuerza política! (y en Madrid, por cierto, se sienta en los bancos de la oposición). Si el PSC pierde el Gobierno de la Generalitat en las próximas elecciones, no será a manos del PP, sino de CiU, que habrá hecho, gracias a la impagable colaboración del propio PSC, una de las travesías del desierto más breves de la historia.

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Hay perseverancias que asombran, y ésta es una de ellas. El PSC ha cometido, por enésima vez en lo que llevamos de democracia, el error de querer jugar en el terreno equivocado, en el que nunca va a poder vencer. Se ha empeñado en aparecer como el más nacionalista y ahí siempre será penalizado (haga lo que haga: y, si no, que se lo pregunten a Maragall), mientras que a los partidos nacionalistas todo les será perdonado (y, si no, que se lo pregunten a Mas, funambulista impune donde los haya). En cualquier caso, si el gran proyecto, el proyecto estrella del tripartito, se ha saldado así (con uno de sus tres partidos votando no, con más de la mitad del electorado desentendiéndose del asunto y con un incremento importante del voto en blanco), esto, se mire como se mire, es un fracaso político. De plena validez legal, eso sí: que se queden tranquilos aquéllos a los que parece que sólo tal cosa importa.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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