La parrilla y yo
La parrilla no engaña y saca lo mejor y lo peor de los productos. Esta magia enamoró a Víctor Arguinzoniz, que se ha convertido en un maestro que sorprende con sus creaciones sobre las brasas
A lo largo de la última década, Víctor Arguinzoniz ha revolucionado la técnica culinaria más antigua del mundo, la del asado. Sin haber pasado por ninguna escuela de hostelería ni tener ninguna experiencia laboral previa en el gremio de la gastronomía, Víctor Arguinzoniz compró en 1989 el viejo caserío, casi en ruinas, que albergaba el bar de su pueblo, lo reconstruyó como restaurante y se colocó en la cocina, tras la parrilla. Así nació en Axpe-Marzana, a los pies del farallón del Amboto -quizá el rincón de postal más fotografiado de Vizcaya-, el asador Etxebarri, que hoy ocupa un lugar de privilegio en las guías gastronómicas más importantes del mundo.
Si hay que hablar de la técnica del asado a la parrilla, Arguinzoniz no es un referente más. Es el referente absoluto. Y lo es por una mezcla genial de intuición y atrevimiento. Muchas de las cosas que él ha osado hacer a la brasa, nunca nadie las había hecho antes. Simplemente porque parecía imposible. Hablamos de huevos, arroces, espardeñas, angulas, trufas o magdalenas. Arguinzoniz se atreve con todo, sólo exige una condición previa: que el producto sea de una calidad excepcional. Y es que, como él dice, la parrilla no engaña: saca por igual las virtudes y los defectos del producto. Por esa misma razón es por lo que se muestra convencido de que la cocina que él practica no tiene un gran futuro. "Esta cocina se acaba. La materia prima diez es cada día más difícil de conseguir", dice, resignado.
Su restaurante está a unos 500 metros del lugar donde creció, el caserío Olazábal: un hogar sin gas ni electricidad donde los alimentos se cocinaban lentamente. "Allí se prendía fuego por las mañanas y se hacía la comida del día. Los aromas de la niñez, los sabores de esos cocidos que se hacían, se te quedan grabados. Y es lo que llevo dentro. Sin duda, mi cocina se relaciona con eso". Uno de sus primeros gestos de gran maestro asador fue desechar el carbón para las brasas -a su juicio, crea un caparazón que esconde el gusto del producto- y emplear sólo leña: olivo para las verduras, cepas para las carnes y encina para todo, en particular para pescados y mariscos.
En el asador comenzó con la chuleta, el besugo y el cogote de merluza, lo más clásico del repertorio. Pero pronto su curiosidad le llevó a probar fortuna con otros alimentos. Ideó una técnica para asar anchoas, la "señorita de los pescados", como él mismo la llama. "Es tan diminuta que se pasa a nada que le demos un poco de fuerza a la brasa. Entonces, ¿cómo hago? Pues la limpio, la desespino, la abro como una mariposa y pongo encima otra anchoa de la misma forma, dejando en ambas la piel hacia fuera. Las aso a la brasa con una intensidad suave, de tal manera que por dentro me queden un punto sonrosado. Salen plenas de sabor, intactas", asegura. Otro plato en el que fue pionero es el de las angulas asadas. A Víctor le molestaba la doble cocción que se aplica sobre este manjar, en agua primero y después en cazuela. Así que las llevó a su terreno y les dio sólo un empujón en las brasas. Para tenerlas frescas mantiene su propio vivero y mata tan sólo las que va a necesitar en el día.
Para lograr estos sutilísimos asados, Arguinzoniz ha tenido que idear un sistema de parrillas móviles que se acercan o alejan del fuego y hacerse con los utensilios adecuados para asar cada alimento; lo que él llama "el traje a medida". Y como las parrilleras o besugueras existentes no lo eran, ha inventado las suyas propias. Lo ha hecho probando una y otra vez hasta dar con el instrumento que conviene a cada producto. Uno de los más espectaculares es el que inventó para el arroz, que hace tipo risotto. Se trata de una sartén agujereada con láser cuyos diminutos orificios permiten pasar los aromas del humo al grano sin renunciar a la cremosidad. Para una de sus creaciones más difíciles, la yema de huevo asada -que sale sin cuajar-, emplea un colador pequeñito.
Nunca se ha molestado en patentar estos aparatos. "Qué copien lo que quieran, lo que no pueden es copiarme a mí", dice con una sonrisa. Porque lo verdaderamente difícil del tipo de cocina que él realiza es conseguir la habilidad práctica para poder controlar tiempos y temperaturas. "Esto es lo que hace que este oficio sea puramente artesanal. La única técnica que existe es la del ojo del que está a la parrilla". El resto lo hace el fuego, más cercano o más lejano, de unas brasas que se mantienen siempre abundantes a disposición del cocinero en varios hornos contiguos a la zona de trabajo. Cada noche, las brasas se extraen y las parrillas se lavan minuciosamente.
Por ir más lejos y más rápido que nadie, algunos críticos gastronómicos se han referido a este cocinero vasco como el Adrià de la parrilla. Se ríe cuando la periodista se lo comenta. "No, no, qué va, eso es otra historia. Yo sólo soy una persona a la que básicamente le gusta comer bien, sé lo que quiero hacer y trabajo de sol a sol para conseguirlo. Lo único que igual he podido hacer es actualizar la cocina de la parrilla, que ha estado un poquitín desfasada con respecto a la alta cocina".
A sus 46 años todavía tiene mucho que ofrecer. Estos días anda atareado buscando nuevas posibilidades a ese bombo de hierro que tradicionalmente sólo se ha empleado para asar castañas. "Ya he hecho algunas pruebas, y para asar trufas, por ejemplo, es ideal", comenta Arguinzoniz, que reconoce la enorme influencia que ha tenido para la cocina española el hecho de que algunos chefs tengan una presencia continuada en los medios de comunicación. Sin embargo, esta exposición permanente a los focos no está hecha para un introvertido como él. "Prefiero ir a un sitio de rodillas que hablar allí en público un cuarto de hora. Lo paso fatal. No he nacido para eso. Yo con quien hablo es con la parrilla. Es con quien me entiendo".
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