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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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Neones y palabras

Cuando volvemos por la autopista de Castelldefels, desde el aeropuerto por ejemplo, regresando agradablemente de un viaje, mentalmente le pedimos al chófer -taxista, conductor de autobús o amigo que ha venido a recogernos con su coche- que extreme las precauciones, no fuera a ser que en el último kilómetro, precisamente cuando ya casi vas a embocar la Gran Via, se precipite sobre nosotros la mala suerte. Las obras para mejorar la zona han convertido el ingreso en Barcelona en un scalextric que según ellas avanzan varía paulatinamente de trazado, con rotondas y curvas inesperadas, carriles cimbreantes con líneas discontinuas amarillas y blancas que se corrigen y se desmienten, con florecer de semáforos rojos a la vuelta de la curva, con desvíos amenos hacia la Zona Franca y otras tierras incógnitas, en un paisaje distraído, de grúas esbeltas, y excavadoras y tractores aparcados, y desmontes, zanjas y contenedores metálicos... Estos obstáculos cambiantes e imprevisibles han provocado más de un accidente en conductores despistados, a los que ciegan a la vez la rutina y la temeridad.

Quizá deberíamos llevar con nosotros, como aquellos generales romanos que volvían en triunfo después de sus campañas contra los galos o contra los partos, a un prisionero uncido al carro para que nos fuera repitiendo: "Recuerda que eres mortal". La frase la podría llevar pregrabada el taxista, o el conductor del minibús, e irla emitiendo de vez en cuando por los altavoces, acallando el discurso del locutor radiofónico de turno. Mientras se implementan tales adelantos en el servicio, cumple a las mil maravillas esa función, esa función reflexiva, el cartel de Ocaso, la compañía de seguros, especializada en seguros de muerte y de invalidez, aunque también de coches, incluyendo los riesgos de responsabilidad civil obligatoria y suplementaria, incendios, robo, rotura de cristales y el largo etcétera que cubren las grandes empresas del ramo. Al acercarnos a Barcelona, pasado el hotel Hesperia Tower, con su platillo volante en el tejado, el hospital vertical de Bellvitge, las misteriosas masas cubistas del oncológico Duran i Reynals, y el flamante edificio de Ikea, cuando ya encaramos el centro, es inevitable fijarse, a mano derecha, en el cartel amarillo de la compañía de seguros. Sobre todo de noche, sus letras amarillas y el anagrama del sol poniente que arroja sus últimos rayos sobre una somera línea horizontal destacan en la oscuridad con fulgor dramático. Desde la lejana tarde en que Enrique me hizo fijarme en el cartel, ya no puedo sino asociar el regreso de todos los viajes con ese sol poniente de Ocaso, y duplica el efecto la vecindad del Banco Vitalicio de España, compañía anónima de seguros y reaseguros, cuyo gran cartel luminoso proclama: "Vitalicio"; así que uno entra en Barcelona leyendo "Ocaso Vitalicio". No quería decirlo, pero voy a ser sincero: ese mensaje crepuscular resulta ligeramente desmoralizador. A veces incluso se me quitan las ganas de volver.

Desde luego las palabras luminosas, las palabras de neón, tienen poder sugestivo, como sabe cualquier publicista. Estas que acabo de reseñar me recuerdan a la artista estadounidense Jenny Holzer, que la década de 1980 usaba los soportes impersonales, mecánicos, de la vía pública, donde el ciudadano espera encontrar lemas de propaganda más o menos persuasivos, para exponer sentencias filosóficas, "verdades" aforísticas de una línea, mensajes personales. A veces eran frases triviales, irónicas o cargadas de ideología, a menudo pretenciosas: "Las cosas más profundas son inexpresables", "Educa igual a los niños y a las niñas", "La tortura es barbarie", etcétera. A veces dio en el clavo, como en el ambiguo texto que le dio fama mundial, colgado en un anuncio electrónico en Times Square, Nueva York, en 1982: "Protect me from what I want". Veías el anuncio, campando en pleno centro comercial y te preguntabas: ¿quién lo dice, quién pide protección contra sus propios deseos? ¿Me la pide a mí? ¿Por qué a mí?

Aquel mensaje desplazado, descarrilado, despertaba inquietud y ponía en marcha la imaginación y otras potencias, fruto de su naturaleza a la vez íntima y pública, o sea obscena, como el último fotograma de París-Tombuctú, la última película de Berlanga, que mostraba un rótulo que decía: "Tengo miedo", patética confesión inspirada probablemente en el help que dibuja en el cielo, con el chorro de su reactor, un aviador de película en Celebrity, de Woody Allen. Muy por encima de todos ellos, el artista que mejor ha dispuesto las palabras en los carteles, en los neones y en el espacio es Bruce Nauman, como en el célebre neón azul y rosa que dice: "El verdadero artista ayuda al mundo revelando verdades místicas" (no cabe duda de que ejerció una profunda influencia sobre Holzer), de forma que en el otoño del 2004, cuando la Tate Modern encargó a Nauman una instalación para colocarla en el inmenso Turbine Hall, todo el mundo esperaba "ver" algo espectacular e impresionante; pero nadie vio nada, porque la magnífica pieza estaba allí pero era invisible. Era una escultura de sonido. Según bajabas la rampa faraónica y te desplazabas hacia un lado u otro, ibas entrando y saliendo de zonas donde se oían diferentes voces, voces electrónicas como de máquina de tabaco, o más cordiales, emitiendo, susurrando palabras sueltas y ecos de palabras: "Thank you, thank you thankyouthankyou", "think!", "work... work". Etcétera. La vecindad de unas y otras multiplicaba hasta el infinito su poder de sugestión. Supongo que Nauman apreciaría el azar que reunió en la entrada de Barcelona los carteles electrónicos suspendidos sobre la autopista que informan al viajero del número de muertes que se han producido en carretera en lo que llevamos de año, recomiendan prudencia y manifiestan el cariñoso deseo de que llegue sano y salvo a casa, para vivir en compañía de los suyos, y del mismo cartel, el resto de sus años, con los anuncios de las compañías de seguros, Ocaso Vitalicio.

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