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El proceso de paz y sus enemigos

Se han repetido hasta la saciedad los motivos para confiar en que esta vez estamos ante el final de ETA: no ha habido ningún asesinato desde hace tres años; ETA no tiene ya estrategia, no sabe cómo justificar el uso de la violencia ante sus seguidores; tras el abandono del IRA, ETA se encuentra sola en Europa, es la última organización terrorista que pervive de las que nacieron en los años sesenta y setenta, y su brazo político, Batasuna, tiene por primera vez intereses divergentes con respecto al núcleo militarista.

Ahora bien, nada de esto garantiza que el proceso de paz concluya con éxito. Podría haber errores importantes por ambas partes que dieran al traste con el proceso. Por el lado de los nacionalistas radicales, es preciso que Batasuna se imponga a ETA y haga ver a los terroristas que la única salida que les queda en estos momentos es transmutar las armas en votos.

Por el lado de la democracia española, no ayuda mucho, para empezar, la irritación y la amargura de muchos ante el comunicado de ETA. Éstos parecen ser los sentimientos dominantes entre quienes llevaban meses asegurando que ETA no iba a declarar el alto el fuego, o entre quienes se resienten de que el episodio lo esté protagonizando el Gobierno actual y no otras fuerzas políticas.

Desde antes del alto el fuego se observaba ya un clima tremendo de hostilidad y desconfianza. Está habiendo un marcaje férreo al Gobierno y se aprovecha cualquier incidente para rasgarse las vestiduras. A muchos parece que nos les importaría un fracaso del proceso de paz, porque están convencidos de que cabe otra forma de derrotar a ETA. Da la impresión de que creen posible que llegue el día en que Josu Ternera, con una bandera blanca, encabece una caravana de terroristas que cruce la frontera y se entregue, con el armamento a cuestas, en una comisaría de Irún.

Pero hay otros elementos aún más preocupantes. Me refiero a la actitud de los jueces y del Partido Popular. Los jueces no aplican mecánicamente la ley. Suelen ser sensibles a los cambios sociales y políticos, de manera que la interpretación de las leyes va modificándose conforme evoluciona la sociedad. Esto es posible porque el propio sistema legal reserva una cierta discrecionalidad a los jueces: éstos pueden desarrollar la interpretación de la ley en direcciones muy distintas en función de sus intereses y sus principios morales y políticos.

Los jueces han de hacer cumplir la ley, sobre eso no hay duda. Pero resultaría sospechoso que justo ahora, aprovechándose de ese margen de discrecionalidad al que acabo de aludir, se volvieran especialmente rigoristas y cerraran los ojos a los cambios que se han producido. Las circunstancias políticas en las que se formuló la Ley de Partidos son bastante diferentes a las que estamos viviendo ahora tras tres años sin muertos. No hacerse cargo de esa diferencia podría entenderse como un uso interesado del derecho.

Cuanto más desunidos están los partidos y la sociedad, mayores oportunidades tienen los jueces para adquirir protagonismo e interferir en el proceso de paz. Así lo indica la experiencia comparada: cuando reina un amplio consenso, la justicia se alinea con la sociedad; cuando, en cambio, hay disensiones profundas, actúa con mayor autonomía (y mayor parcialidad).

El Gobierno ha de respetar la independencia de los jueces, por lo que la única manera que tiene de conseguir, desde dentro de la legalidad, que la justicia no entorpezca las cosas es forjar un amplio acuerdo en la sociedad sobre la necesidad de abrir un proceso de negociación con el mundo ETA-Batasuna. Si el PSOE y el PP se unen en este tema y convencen a la gran mayoría de la población, es muy difícil que los jueces tengan margen para oponerse, salvo que el Gobierno traspasara las barreras constitucionales.

El apoyo del PP es también crucial por otro motivo. ETA sabe que cuanto más enfrentados estén el PSOE y el PP en materia antiterrorista, mayores serán las consecuencias electorales, tanto del éxito como del fracaso del proceso de paz. Es decir, ETA entiende que si el PP decidiera desautorizar elproceso de paz, éste pasaría a formar parte de la confrontación electoral. El coste de un fracaso para el Gobierno sería mucho mayor si el asunto del terrorismo fuera motivo de enfrentamiento entre los partidos. La razón es clara: si hay desunión, el riesgo de que las cosas salgan mal lo asume sólo el Gobierno, que se enfrenta al reproche y a la crítica de la oposición.

Supongamos, no de manera inverosímil, que el PP decide oponerse frontalmente al Gobierno. En ese caso, una vez iniciadas las negociaciones, ETA sabe que el Gobierno tiene una imperiosa necesidad de llegar a un acuerdo que garantice el fin de la violencia, pues la alternativa, un desacuerdo que lleve a la ruptura del alto el fuego, vendría acompañada de un castigo electoral. Como quiere evitar ese castigo, el Gobierno se mostrará más flexible con su oponente. En cambio, si el PP está detrás del Gobierno, éste puede endurecer sus posiciones, sabiendo que si ETA decide utilizar de nuevo las armas, el fracaso no sería motivo de un enfrentamiento electoralista entre los dos principales partidos. En suma, una posible actitud obstruccionista del PP debilitaría al Gobierno en la mesa de negociación y fortalecería a los terroristas.

Podría pensarse que en realidad el problema no es tan grave, puesto que la oposición del PP resulta en última instancia beneficiosa para el propio Gobierno, ya que le ata las manos, impidiéndole hacer concesiones sustantivas. Sin embargo, este argumento no tiene en cuenta las consideraciones electorales que he señalado, y olvida asimismo que ese problema está ya resuelto por la existencia de otras garantías, entre las que hay que mencionar la opinión pública, la Constitución y el propio compromiso adquirido por el Gobierno con la declaración del Congreso en mayo de 2005. Tras el anuncio de alto el fuego, Zapatero reconoció abiertamente que se trataba de un triunfo colectivo en el que había sido decisiva la política antiterrorista del PP. El presidente del Gobierno invitó a la oposición a sumarse al proceso y compartir los éxitos o fracasos. Desde entonces, ha habido altos dirigentes del PP que han preferido desmarcarse. Y las reacciones desmesuradas y afectadas ante el anuncio de Patxi López de hablar con Batasuna cuando arranque formalmente el proceso de paz indican que el partido podría estar a la espera de un pretexto para justificar su oposición frontal. Muchos en el PP tienen la esperanza de que el hundimiento del proceso arrastre al Gobierno.

Rajoy parece cada vez más acosado por los extremistas dentro de su partido. Si no controla la situación, el PP puede transformarse en el principal obstáculo a las expectativas de paz dentro del bloque democrático. Justo ahora, cuando ETA está más débil y aislada que nunca. Si el Partido Popular se empeñara en zancadillear el proceso, confirmaría que la derecha sigue siendo una rémora para el avance de España.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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