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Columna
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El mercado de la muerte

Me inculpo de divertirme con los programas del corazón. Nunca tuve esa alergia clasista que mira este tipo de entretenimiento con el desprecio propio de la élite intelectual, como si la lectura de Goethe fuera del todo incompatible con hojear el Lecturas. Quizá sea porque tampoco le pido al periodismo rosa que me escriba el Fausto, a cada cual su vela, sino que me haga sonreír con el extraño circo que montan algunos con su vida. Si viven de ello, ¿quién seré yo para negarles el pan? Habrá que aceptar, además, que algunos de estos programas del corazón nos han dado momentos de una hilaridad sublime y que incluso ya forman parte de la historia catódica. La extraña pareja de Bienvenida Pérez y su madre, si me permiten la confesión, me dibujó carcajada limpia, en mi sorprendida cara, durante horas. ¡Y con lo caro que va sonreír en estos tiempos acelerados!

Todo no vale; sin embargo, engrosamos la cuenta bancaria del 'universo rosa' porque hemos devorado, cual macabros espectadores, cada minuto, cada detalle, cada paso de la agonía de Rocío Jurado

Pero, como en todo, también en lo rosa hay límites que marcan el punto de inflexión entre lo tolerado y lo tolerable, entre lo frívolo y lo malévolo, entre lo humorístico y lo que no tiene ninguna gracia. Personalmente, mi límite es preciso: el mercadeo del dolor, el comercio con la enfermedad, con la agonía, el negocio con la muerte. A diferencia de muchos, que consideran la morbosidad una fuente de entretenimiento -y ahí están los shares de algunos programas, para sonrojo colectivo-, yo no sólo no le encuentro ninguna diversión, sino que me molesta profundamente, me hiere hasta la angustia, me supone una clara agresión a la sensibilidad. El periodismo rosa solamente sirve si no pretende trascender y, sobre todo, si no penetra en lo más frágil de la naturaleza humana: la intimidad del dolor. Sin embargo, como es evidente que los límites están para traspasarlos y el desconcierto periodístico actual no se ve capaz de delimitarlos, hace tiempo que todo vale, fundamentalmente porque la crónica rosa cotiza en Bolsa. Es decir, todo vale porque todo tiene un precio, y hablamos de millones. Sostiene Cuní, a modo de sabio Pereira, que el error fue creer que con las niñas de Alcàsser se había llegado al límite del bochorno. Muy al contrario, con las niñas empezaba todo. Y empezaba tanto que aún no sabemos si hemos llegado al Rubicón o si sólo estamos al inicio de la carrera. Como sea, y con la excusa de que nada es importante en lo rosa, hemos ido contemplando como se abrían ataúdes para encontrar amantes del pasado, como se buscaba la mirada enloquecida de una mujer en su habitación del psiquiátrico y como se convertía la agonía de una cantante en un negocio que ha durado dos años. Cada día un parte, hoy un poquito de coma profundo, mañana que ya come jamoncito, pasado que ha tenido una infección. Y sumando euros, que de eso, sólo de eso, se trata. Por supuesto, en este circo macabro han bailado algunos adosados a la pobre mujer en su agonía y los periodistas que viven de las gargantas profundas de los adosados. Y las cadenas que lo montan, que hablamos, ya no de negocio, sino directamente de industria.

Rocío Jurado ha muerto. A estas alturas, dar la noticia, como asegura mi padre, es considerar imbécil al que la recibe. ¿Quién no podría saberlo? Ciertamente es una noticia relevante, no en vano hablamos de un icono de la canción, una mujer de voz poderosa y humanidad generosa que supo convertirse en símbolo de muchos. Quizá la mejor en su género, sin duda una gran pérdida; pero, con todo el respeto -que se lo tengo-, sólo una cantante. Ha muerto Rocío, no el inventor de la vacuna de la malaria, de manera que algunos sobreexcesos -incluidos los políticos- me han parecido harto pornográficos. Me decía Antonio Robles, el sabio productor de muchos programas, entre ellos el de Ana Rosa Quintana, que la muerte de Rocío Jurado es tan importante para el periodismo del corazón como lo fue la muerte de Franco para el periodismo político. Hum... Me cuesta entender el registro; pero, admitiéndolo, planteo alguna cuestión. La primera es periodística: ¿cuántos días de noticia ha generado la enfermedad de Rocío Jurado? Como mucho, tres, digamos cuatro: el día de su ingreso en Houston, el día que dio la rueda de prensa para anunciar su enfermedad, el día que entró en coma y el día de su muerte. Cuatro días de noticias y dos años de puro morbo. Dos años de fotos vendidas al precio de su enfermedad agónica, dos años de enviados especiales para engrosar el lado salvaje de los programas rosa, dos años de marujeo macabro ensedado con palabras de conmiseración, dos años de vender producto Jurado gracias a que la Jurado se estaba muriendo. Y lo digo con la crudeza con la que lo siento: se ha hecho un gran negocio con su larga agonía. Y ha sido tanto, tanto, que ha contaminado más allá de la estratosfera rosa, hasta el punto de que todos los espacios, con más o menos sordina, han entrado en el juego. ¿Se imaginan la BBC abriendo su informativo con la noticia de que Rocío Jurado está peor? Así abrió un Telediario de la pública...

Todo no vale. Ni tan sólo cuando hemos decidido que vale vender la vida, la comunión del niño, el beso fugaz o el polvo indómito en un incómodo coche. Todo no vale, incluso cuando hemos visualizado la venta soez del maltrato o el ojo morado del último bofetón. Todo no vale, a pesar de haber permitido que se desenterraran los muertos para buscar cadáveres en sus vísceras. Todo no vale, aunque hayamos tomado el café degustando las frases inconexas de la pobre Raquel Mosquera en sus días de locura. Todo no vale; sin embargo, engrosamos la cuenta bancaria del universo rosa porque hemos devorado, cual macabros espectadores, cada minuto, cada detalle, cada paso de la agonía de Rocío. Me dirán que ha sido amor todo lo visto, todo lo seguido. Me dirán que ha sido interés. Me dirán que interesa. Pero, lo siento, sólo veo un gran negocio con el dolor, y el dolor, esa materia frágil, nunca necesita exhibición impúdica y malvada. El dolor exige silencio. Todo no vale. Pero ¿a quién le importa?

www.pilarrahola.com

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