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Despedida a una gran tonadillera
Columna
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Un huracán

No suelen estar cómodos los artistas no vinculados al mundo de la ópera cuando actúan en un teatro como el Real. Son prejuicios que se van superando pero que todavía perduran de alguna manera. Cuando Rocío Jurado pisó en 1998 el escenario del emblemático teatro de la plaza de Oriente de Madrid lo hizo con tal naturalidad y tal poderío que parecía la artista titular de la casa. Si sentía o no la presión escénica asociada a estas situaciones, la verdad es que no se notaba por ninguna parte.

Cantó seis canciones lorquianas de Seco de Arpe y dos de las canciones populares de Falla en la primera parte de su recital, para abordar El amor brujo después del intermedio. En el recuerdo quedan, por encima de todo, los lamentos profundos de Anda galapaguito y el emotivo desgarro que imprimió a Tierra seca, pero sobre todo su lectura de El amor brujo: teatral, expresiva, con un quejío quebradizo lleno de fuerza y con un color de irresistible atractivo. La pasión intimista de la cantaora de Chipiona y sus destellos de fuego pusieron el Teatro Real en estado de trance. Y desde la sala sonaron unas acompasadas palmas por bulerías, y los piropos a plena voz se sucedían. Rocío Jurado pasó por el Real como un huracán.

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Tenía mucho arte dentro, sobre todo cuando miraba hacia su interior y se despegaba de trivialidades y adornos innecesarios. Sabía crecerse en las situaciones complicadas sacando de ella misma una energía inagotable. Cuando aplicaba un sentimiento de hondura a canciones como la del fuego fatuo, de Falla, el estremecimiento era inevitable. Y se hacía querer con su generosa entrega asentada en las raíces de la tierra.

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