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Columna
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Cuando Europa exporta inestabilidad

Andrés Ortega

Hace un año, una mayoría de franceses hundieron el proyecto de Constitución europea. Se abrió una "pausa de reflexión", que ha visto pasar el tiempo pero no las ideas, silencio tras el cual se esconde también un pulso entre distintas concepciones de Europa. Algunos no quieren recuperarla y los que apuestan por rescatar el Tratado Constitucional no saben realmente qué hacer mientras no pasen las elecciones francesas en la primavera de 2007. Las razones de aquel no -entre otras, la propia crisis interna de Europa y de sus sociedades, los sentimientos en contra de la ampliación y el creciente rechazo a la inmigración- están ahondando no sólo la incertidumbre interna sino la de su entorno geográfico.

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Así, el portazo de la UE a una asociación con Serbia, justificado por no entregar a Mladic y otros criminales de guerra, en vísperas del referéndum sobre la separación de Montenegro, ha favorecido el triunfo de la opción independentista. Montenegro ha sentido que, solo, se acercaría antes a la UE que junto a Belgrado. Ya ocurrió en su día con Eslovenia (por donde empezó el desmembramiento de Yugoslavia), que se salvó de la quema y entró en la Unión.

Las reticencias de la UE hacia Turquía y la nueva desgana de Ankara no sólo alimentan un anunciado encontronazo para el otoño, sino que están, a su vez, frenando las reformas en aquel país, y contribuyendo a ahondar la tensión entre el islamismo moderado de Erdogan en el Gobierno y la cúpula militar que, pese a haber cedido poder, se presenta como garante no de la democracia sino del Estado laico.

La última ampliación a 10 nuevos miembros no ha sido un éxito para la UE, que no estaba institucionalmente preparada (para eso se hizo la fracasada Constitución) pero sí para esos países, aunque muchos de ellos con poco convencimiento europeísta. Eso sí fue exportar estabilidad. Con buenas palabras, pero sin credibilidad, se afirma desde Bruselas que el futuro de los Balcanes está en la Unión, pero la perspectiva de ver frustradas esta expectativa puede generar turbulencias. Y si en octubre los Veinticinco retrasasen un año la entrada de Bulgaria y Rumania, estos países lo recibirían como una bofetada. Paradójicamente, sin embargo, la política común de seguridad y defensa va progresando sobre el terreno, ante casos concretos.

La tendencia a cerrar las puertas ante la avalancha de inmigración irregular puede a su vez resultar dañina para el Sur. Algunos países de origen o tránsito saben que el Norte les necesita para controlar esos flujos humanos, y no se sienten ya tan presionados para abrirse política y económicamente. En un seminario sobre El coste del No Magreb organizado en Madrid por el Institut Europeo de la Mediterrània y el Centro de Internacional de Toledo para la Paz, Mustafá Nabli, del Banco Mundial, dejó claro que la integración entre los países de la zona poco añadiría a su crecimiento económico, que sólo despegaría verdaderamente si a la vez se integran en la UE y se liberalizan servicios y se crea un nuevo clima para la inversión. ¿Está la UE en posición de conducir esta doble integración? No, a juzgar por los pobres resultados de la última cumbre del llamado Proceso de Barcelona, de los que parte de la culpa corresponde a los líderes del Sur que no acudieron. Hoy por hoy, además, la UE carece de una política de inmigración común, que se intenta impulsar con justificada urgencia desde Madrid.

Aunque la política común de seguridad avanza sobre el terreno, las miras europeas se han estrechado, nacionalizado y vuelto más proteccionistas, cuando deberían haberse ensanchado. Como se dijo en el seminario, Europa debe mirar más allá, sobre todo al ascenso de China e India. Para hacer frente a este enorme reto, la UE no sólo tiene que poner en orden su casa, sino también su vecindad. De momento, está provocando el efecto contrario. Está exportando sus dudas en forma de inestabilidad externa. aortega@elpais.es

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