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COLUMNISTAS
Columna
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Escabeche con Serrat

Llevo varios días encerrada en Mahón (Mô), con la voz de Joan Manuel Serrat y recordando otros momentos: algunos muy lejanos, como aquellas remotas entrevistas de sus comienzos, y los míos. Y otros en los que, ya más cerca, he disfrutado de la compañía del poeta en su versión más llana, su versión más humana, de gozador de la amistad, de organizador de las mejores cosas, de patriarca del tiempo presente. Ocurrió en A Coruña, adonde acudí a entrevistarle largamente -para un texto que luego tuvo que ser corto, como siempre-, y para largamente disfrutar de este hombre de mi misma edad, cuyas músicas y versos me han acompañado a medida que él creaba, a medida que cada cual vivía lo suyo.

De esos dos días en A Coruña conservo un par de banquetes gallegos de excepcional calidad y en el mismo restaurante, El Refugio, en Oleiros, donde le escuché charlar de sus cosechas de vinos con el dueño; en donde le vi invitar a algunos de los suyos, Berry, Xavi y Miralles (al maestro pianista y a Serrat les llevaba a recorrer Galicia su intimísimo concierto a dos 100×100, previo a la presentación y gira de Mô), en donde nos reunió a la mesa como, ya lo he dicho, un patriarca sabio (que viaja por todas partes con la guía gastronómica del lugar), un patriarca generoso. Aquellas horas de productos de las rías regados con buenos caldos debieron de resultar memorables, y no sólo para mí, pues semanas más tarde, cuando en la concesión de los II Premis Internacionals Terenci Moix, me tropecé con Serrat y con Candela, ésta me saludó con aspavientos de envidia: "¡Ya sé cómo lo pasasteis!". No recuerdo si le dije que le hice a su hombre una foto, que para mí es un tesoro, y de la que voy a mandarle copia, ahora que lo digital nos bendice. Candela se sonreirá cuando la reciba: habíamos pedido mejillones y Joan Manuel ordenó que, además, le trajeran aceite, vinagre y pimentón, para prepararse un rudimentario y delicioso escabeche. Y ahí está, en la foto: mojando un mejillón en la salsa recién preparada por su mano en un plato; con las gafas caladas, seriamente, con ese aprecio primario por las inclinaciones gustativas heredadas con la sangre, con el temple.

La noche del concierto en A Coruña fue la del 1-1 del Madrid y el Barça, y Serrat se había hecho grabar el partido, que coincidía con su concierto, y había prohibido que le dijeran el resultado, y su público, que llenó el auditorio y para el que cantó como si lo tuviera en el comedor de casa, su público le agradeció el detalle de permanecer con ellos mientras jugaba su club del alma.

Luego, en el hotel, un energúmeno que afirmó ser fan y ser de Santander se le acercó. "¡No me lo digas! ¡No me lo digas!", rugió Serrat. Pero era tarde: el otro, tal vez pasado de copas, o de nacimiento, le felicitó por el empate. Salimos huyendo hacia el ascensor; el tío nos seguía, dando la barrila: "¡Uno a uno!". En la suite del hotel, la cinta del vídeo había perdido todo su glamour. "La parte buena es que nos iremos a dormir pronto", suspiró Joan. Y firmó la cubierta de un microsurco legendario, de Paraules d'amor, que una admiradora catalana que vive en Galicia me había confiado para que se lo autografiara y se lo dejara en el hotel.

A la mañana siguiente me llamó Berry Navarro: "Que ya que ayer no comimos bien, vete afilando el diente, que hoy repetimos". Cuando salimos del hotel, Serrat me contó: "Hay más. Mientras corría mis cinco kilómetros de cada día, me he cruzado con el malparit que me chafó el partido. Él también hacía footing, y me ha saludado a gritos, felicitándome de nuevo por el empate".

Horrorizada: "¿Y no le has dado un par de hostias?". "¿Yo? ¿Corriendo, echando el bofe?". Se echó a reír. Y nos fuimos a comer.

Ya en el restaurante, gafas puestas, nuevo examen de la carta, de los vinos, nueva preocupación por lo que a cada uno de nosotros nos apetece. Hermano Serrat, amigo Serrat. Por el momento presente, brindé. Y él me interrumpió: "Por la amistad, por la amistad".

Hay días en que la vida es como una canción de Serrat, eso ya lo sabemos, ¿no?

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