Memoria histórica y consenso
Hace ahora 30 años que España iniciaba el camino de la transición a la democracia. En abril, el Rey declaraba a Newsweek que Arias Navarro era un autentico estorbo, un "desastre sin paliativos", en junio exponía ante el Congreso de los EE UU su voluntad de hacer posible un régimen democrático que le permitiera ser Rey de todos los españoles, y poco después destituía a Arias Navarro y encomendaba a Adolfo Suárez la tarea de llevar adelante su proyecto de institucionalizar a la vez la Monarquía y la democracia. Esto es, de hacer aceptar a unos la Monarquía y a los otros la democracia. Ésa fue la gran operación de Suárez que el Rey inspiró y sancionó de forma inequívoca al abortar el golpe de Estado del 23-F en 1981.
Por supuesto que eso no hubiera sido posible sin la presión popular o sin la moderación de los líderes políticos. Lo primero vino a poner en evidencia la insuficiencia de los proyectos de ajuste cosmético propugnados por los sectores más conservadores del régimen e inaceptables para la oposición, y lo segundo permitió la ruptura con la legitimidad del viejo régimen sin violentar su legalidad. Ese modelo de transición a través de una serie de pactos, primero, entre distintos sectores del régimen franquista, luego, entre los reformistas del mismo y la oposición y, una vez constituidas las Cortes, entre izquierda y derecha, centralistas y autonomistas, en los que todos hicieron concesiones, sigue siendo treinta años después el acontecimiento histórico del que los españoles se sienten más orgullosos.
La mayoría de los observadores nacionales y extranjeros, por su parte, consideran la transición española como el paradigma de las transiciones porque el modelo funcionó bien y se cerró con éxito, y porque la democracia no se impuso a nadie, sino que fue fruto de una serie de negociaciones y acuerdos respaldados por la casi totalidad de las fuerzas políticas. Algunos piensan, sin embargo, que la democracia española está lastrada desde el principio por la forma en que se hizo la transición, porque dejó abiertas algunas cuestiones institucionales y, sobre todo, porque la amnistía general para presos políticos y responsables de la represión franquista dejó sin resolver un doble problema: el de la rehabilitación moral de las víctimas del franquismo y el de la rehabilitación política de la legalidad republicana.
Es verdad que ese doble problema quedó pendiente. Se planteó ya en los años de la transición por algunos intelectuales radicales y se ha seguido discutiendo estos últimos años. Entonces no se daban las condiciones para hacer compatible esa exigencia, por deseable que fuera, con la voluntad de lograr un principio de reconciliación que sirviera como base y fundamento de la nueva experiencia democrática. Es poco realista pensar que fuera posible imponerla, pero, en cualquier caso, los líderes de la oposición decidieron con buen criterio posponer ese debate y no tensar las cuerdas para evitar cualquier riesgo que pudiera poner en peligro el objetivo prioritario de los españoles, que no era otro que el de llegar a una democracia incluyente en la que pudieran coexistir todas las Españas, reales o imaginarias, y en la que el pasado ni fuera repetible ni fuera un impedimento para la convivencia entre todas las partes.
La cuestión que hoy se plantea es si 70 años después de iniciarse la Guerra Civil es o no es posible ampliar y ensanchar los fundamentos del consenso. Si los principales partidos asumen sin reservas la defensa del Estado de derecho, condenan las dictaduras existentes y rechazan como ilegítimos los levantamientos contra las democracias establecidas, se comprende mal la negativa de algunos a condenar el levantamiento contra la República y la dictadura franquista que surgió de la Guerra Civil. Si los principales partidos proclaman la firmeza de sus convicciones democráticas, apenas se comprende que algunos de ellos se resistan a reconocer en la Segunda República Española el precedente inmediato del siste-
ma político actual, basados ambos en valores y objetivos similares.
En eso consiste la recuperación de la memoria histórica. No se trata a estas alturas de exigir responsabilidades a nadie. Se trata de reconocer que nuestra primera experiencia democrática, la experiencia republicana, se vio frustrada por una sublevación militar contra el orden constitucional que hoy reprobarían todos los que se proclaman demócratas y defensores de la Constitución y el Estado de derecho, y se trata de reconocer que quienes defendieron la legalidad merecen el respeto de todos y que la dignidad de las víctimas, de uno y otro bando, reclaman, como españoles, un mismo tratamiento. Sin duda, todo eso implica también la condena de la dictadura, cuyos principios, objetivos, valores, instituciones y forma de entender la convivencia son tan contrarios a los que inspiran la Monarquía parlamentaria actual como a los que inspiraron la República en los años 30.
En estos 70 años, la sociedad española se ha hecho mucho más compleja. Entre otras cosas, quedan pocos de los que se enfrentaron en la guerra y muchos de sus herederos han cruzado las líneas y ajustado cuentas con las generaciones anteriores pasando de la derecha a la izquierda y viceversa. España no puede seguir siendo víctima de aquella descomunal tragedia. La rehabilitación política de la legalidad republicana, la rehabilitación moral de las víctimas del franquismo y la condena de la dictadura no deben entenderse, bajo ningún concepto, como una ruptura, sino como una ampliación del espíritu de la transición, como una ampliación del consenso. Un acuerdo sobre ese punto entre todas las fuerzas políticas reforzaría la legitimidad y estabilidad de la democracia y ahorraría buena parte de la crispación gratuita que envenena la política española y limita su proyección internacional.
En el plano internacional, esa negativa constituye un tremendo lastre para la política exterior de España al limitar la autoridad de los Gobiernos conservadores para influir sobre aquellos regímenes autoritarios cuyas decisiones más pueden afectar a los intereses españoles. ¿Con qué autoridad, por ejemplo, pueden condenar las disparatadas arbitrariedades de la dictadura de Castro tras negarse a condenar las de la dictadura franquista? ¿Con qué autoridad enfrentarse a los excesos nacionalistas de Chávez o Morales sin repudiar los del franquismo? En el plano interno, las consecuencias son aún más graves. Si no se condena la sublevación militar de entonces, ¿sobre qué bases se defiende ahora el Estado de derecho? Si no se repudia la dictadura, ¿sobre qué bases se sostiene la legitimidad de la democracia?
Los españoles deben entender que al rechazar un acuerdo de ese tipo se están socavando desde adentro las bases del consenso democrático y violentando lo que significó el espíritu de la transición. Porque es evidente que si bien las fuerzas de la oposición no exigieron en 1978 esa condena explícita fue porque la implantación de un sistema democrático, aceptada y protagonizada en parte por los reformistas del régimen, comportaba desde el mismo interior de éste un reconocimiento implícito de su ilegitimidad e inviabilidad, reconocimiento que, aunque implícito, era lógico considerar definitivo e irreversible. En aquel momento, en que la incipiente democracia se veía atenazada por la doble amenaza del terrorismo y el golpismo, era difícil, si no imposible, explicitar ese acuerdo tácito. ¿Lo es ahora?
En términos objetivos es difícil defender que lo sea. La historia española de estos últimos treinta años es la historia de un éxito sin precedentes. Según The Economist, quizá ninguna otra nación europea ha conseguido tanto, en tantos frentes, en tan poco tiempo. Han quedado fuera de lugar las disquisiciones metafísicas sobre el ser y la unidad de España, porque ya no se trata de explicar sus fracasos históricos, sino de asimilar un éxito que ha fascinado al mundo entero. El éxito de una democracia que ha posibilitado todo lo que paralizó la dictadura: modernización, tolerancia, respeto por el otro, capacidad de convivencia pacífica y presencia en el ámbito internacional. Es, por tanto, el momento de ampliar el consenso positivo a favor de la democracia con lo que es su complemento lógico, el rechazo de todos los autoritarismos, incluido el español, como base de un consenso negativo. Franceses e italianos "fabricaron" el mito de la resistencia para compartir ese tipo de consenso básico. Aquí no hace falta inventar nada. Sólo aceptar que la democracia y el Estado de derecho valen tanto para Cuba, Venezuela, Bolivia y Argentina como para España. En 2006 y en 1936, porque los valores están por encima de las fechas.
Julián Santamaría Ossorio es catedrático de Ciencia Política de la UCM.
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