El verdugo era la víctima
En Una revisión de la historia judía y otros ensayos se reúne buena parte de los textos que Hannah Arendt, cuyo centenario se cumple este año (1906-1975), escribió y publicó sobre la cuestión judía entre 1942 y 1966. En cinco de ellos se refiere directa o indirectamente a Stefan Zweig -cuyos libros reeditados en España siguen teniendo miles de lectores como en todo el mundo- tomándolo como ejemplo de "mal judío" (las comillas son mías) y asimilacionista.
En Nosotros, los refugiados, Arendt redefine el término "refugiado". Históricamente, se refería a una persona obligada a buscar refugio por algún acto político cometido o por sostener alguna opinión política radical. Contemporáneamente, los refugiados, como ella misma lo fue en los EE UU, eran aquellos que habían tenido la desgracia "de llegar a un país nuevo sin medios y que han tenido que recibir ayuda de comités de refugiados. Perdimos nuestro hogar, es decir, la cotidianeidad de la vida familiar. Perdimos nuestra ocupación, es decir, la confianza de ser útiles en este mundo. Perdimos nuestra lengua, es decir, la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de los gestos, la sencilla expresión de los sentimientos. Dejamos a nuestros parientes en los guetos polacos y nuestros mejores amigos han sido asesinados en campos de concentración, lo que equivale a la ruptura de nuestras vidas privadas...".
Stefan Zweig era uno de estos refugiados que, a diferencia de Arendt, no quiso quedarse en los EE UU y prefirió refugiarse en Brasil. Hannah Arendt habla del proverbial buen humor judío, o al menos de los judíos austriaco-alemanes, que se basaba en una peligrosa predisposición a la muerte. Pensaron que nada podía sucederles, pero cuando comenzó la persecución, el optimismo se tornó tal profundo pesimismo que a muchos los llevó al suicidio. "A diferencia de otros suicidas, nuestros amigos no dejan explicación alguna de su acto, ninguna acusación, ningún cargo contra un mundo que ha forzado a un hombre desesperado a hablar y a comportarse alegremente hasta su último día...". Como vimos, eso fue lo que hizo Zweig. Este acto es heroico, subversivo, ejemplar. Para Hannah Arendt, en cambio, el pueblo judío debía haber resistido, combatido, pues "los pueblos que no hacen historia, sino que sólo la sufren, tienen la tendencia a considerarse víctimas de acontecimientos todopoderosos e inhumanos que no tienen sentido, a cruzarse de brazos y esperar un milagro que no llega jamás". Hannah Arendt rechazaba que se aceptara el mal, en lugar de combatirlo o de resistir. El suicidio, hasta ese momento, había sido considerado como cobardía.
No sólo se suicidaban los refugiados, sino que también dicha acción se llevaba a cabo en los guetos y en los campos de concentración. Era una respuesta in extremis, la última y suprema garantía de la libertad humana: "Los judíos piadosos no pueden realizar esta libertad negativa; entienden el suicidio como un asesinato, es decir, la destrucción de lo que el hombre no puede nunca producir, una interferencia en los derechos del Creador. El suicidio era una forma silenciosa y modesta de esfumarse. Si nos salvan, nos sentimos humillados, y si recibimos ayuda, nos sentimos degradados", dirá la ensayista.
Hannah Arendt, como Stefan Zweig -o como Kafka-, eran los primeros judíos no religiosos perseguidos. Eran los primeros judíos, como en el caso de Zweig, famosos y respetados mundialmente que, sin razón alguna, se quería destruir. Y no sólo destruían sus bienes y prestigios, sino también la identidad. Hannah Arendt, como Stefan Zweig, o antes Kafka, eran judíos que querían asimilar una cultura sin limitaciones, laica, y se alejaron del judaísmo. Unos, como Hannah y Kafka, mantuvieron la conciencia de su origen; mientras otros, como Zweig, no le dieron importancia.
Será en su texto Retrato de un periodo donde más injustamente Hannah Arendt arremeta contra Stefan Zweig, ese judío que nunca quiso serlo, o que no quería saber que lo era hasta que vio cómo llegaban a su país las olas de antisemitis-
mo que a él no le libraban de esa peste excluyente y racista. Zweig, para Arendt, era un burgués interesado sólo por su dignidad personal y su arte. Vivía al margen de la política. ¿Acaso era muy diferente de tantos otros artistas o intelectuales gentiles? Zweig se declaró siempre apolítico y defendió una idea individual de los judíos como miembros de los países ya existentes en Europa y no asimilados a un Estado judío. Zweig reaccionó contra la humillación social y, "en lugar de odiar a los nazis, su deseo era simplemente fastidiarlos, y daba las gracias a Richard Strauss por seguir aceptando sus libretos. En lugar de luchar guardaba silencio, contento de que sus libros no hubieran sido inmediatamente prohibidos", dirá esta autora. Hannah Arendt llega incluso a calificarlo como "cobarde en los asuntos públicos". La propia pensadora, al final de su vida, reconoció que cuanto había escrito era "provisional". Y este texto escrito en 1943 lo es y mucho. Tomar a Zweig como chivo expiatorio era, y hoy aún más lo es, una injusticia. Conquistar la fama era un derecho de judíos y gentiles; dedicarse únicamente a su obra literaria, también. Hannah Arendt, erróneamente, afirma que Stefan ignoró a los dos grandes poetas de postguerra en lengua alemana: Kafka (que nunca lo fue) y Brecht. Zweig apenas habló de sus contemporáneos, y tampoco de Kafka y Brecht.
Decir que Zweig confundía el significado histórico de los escritores con el número de sus ediciones es una ignominia sólo disculpable por las circunstancias en que fueron escritos estos textos. Hannah Arendt habla de vanidad en el caso de Stefan Zweig; ¿acaso ella no la tenía? Vanidad de judía, de perseguida, de refugiada. ¿Acaso se inmoló ella como lo hizo Zweig?
¿Por qué no se podía ser ciudadano del mundo? Parece como si Hannah Arendt culpase a Zweig de ser el provocador de todos los males. ¿Por qué no se podía renunciar a ser judío o a convertirse al judaísmo? ¿Por qué no se podía dejar de ser cristiano o convertirse al cristianismo? Más adelante, añade la escritora: "La suspensión del anonimato, la posibilidad de ser reconocido por gentes desconocidas, de ser admirado por extranjeros. No hay duda de que no había nada que Zweig temiera más que hundirse de nuevo en la oscuridad en la que, despojado de su fama, volvería a ser lo que había sido al principio de su vida". ¿No les sucedió esto a tantos y tantos intelectuales judíos y no judíos? Mientras Zweig se suicidaba en Petrópolis, Hannah Arendt se encontraba ya en EE UU después de haber vivido varios años en Francia. En EE UU no tuvo problemas de ningún tipo y pudo ser profesora, lectora de editoriales y llevar a cabo su obra ensayística. ¿Alguien le reprochó esta "huida"?
Al final de Retrato de un periodo vuelve a acusar a Zweig de no citar la palabra judío: "En un último artículo, The Great Silence (1942), escrito poco antes de su muerte, artículo que, en mi opinión, es uno de los trabajos más espléndidos de Stefan Zweig, trató por primera vez en su vida de tomar posición política. Pero todavía no le salió la palabra 'judío'. Si hubiera hablado de la terrible suerte de su propio pueblo, habría estado más próximo a todos los pueblos europeos que participan hoy en la batalla contra su opresor, luchando contra el perseguidor de los judíos...". ¿Cómo se puede acusar a una víctima de verdugo? Zweig tenía su profesión y a ella se dedicó como Freud y tantos otros perseguidos. No eran políticos, no eran agitadores, vivían en el retiro dedicados a su labor. ¿Pudo Zweig haber hecho otra cosa, como los millones de judíos asesinados? ¿Fueron todos ellos culpables por no empuñar las armas, por no resistir, por no asesinar a sus asesinos?
Zweig, a pesar de lo que podían decir Arendt y otros, tuvo ese honor que se le negaba, y mucho, a lo largo de su vida irreprochable como persona (con sus defectos) y como escritor. Y también a la hora de morir, pues el suicidio fue también una forma pacífica de protesta, incluso contra la inflexible fiscal Hannah Arendt.
César Antonio Molina es director del Instituto Cervantes.
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