El etnicismo de Evo
Fidel Castro, Hugo Chávez y Evo Morales, integrantes de un nuevo eje de poder latinoamericano, son étnicamente de compatibilidad perfecta. El presidente cubano es euro-blanco; su par venezolano, afro-mestizo, y el líder boliviano, convincentemente indígena, que quiere decir indio. Entre los tres cubren la procedencia racial de la inmensa mayoría de los habitantes de América Latina. Y aunque ese eje no promueve una visión racial o etnicista del espacio americano, ese apoderamiento que Evo Morales pretende de unas masas compuestas mucho más de súbditos que de agentes de la cosa política, sólo podrá hacerse realidad con un cambio radical de la relación entre las razas. Ello entraña profundas revisiones del sentimiento de identidad de esos mismos países y sus relaciones con el resto del mundo. Y, sobre todo, con España.
Los intelectuales latinoamericanos, blancos en su enorme mayoría y, en general, asimilables a algún tipo de izquierda, en gran número de foros sobre el futuro de la región niegan con tal unanimidad que haya el más mínimo componente racial en los movimientos de rectificación política, hoy en Bolivia, ayer en Venezuela y un día quizá en Perú y Ecuador, que sólo cabe deducir que les preocuparía mucho que así fuera.
Y es que la realidad se impone a cualquier ideología con arreglo a la cual se ordene la acción. En Bolivia, ese apoderamiento o transformación de una nación de indígenas y escuetas capas de población instaladas in situ únicamente durante los últimos siglos, sólo es posible con una renovación profunda de lo que en otro tiempo se habría llamado el bloque dominante, y que la revolución postindustrial no ha hecho que desaparezca, en especial en América Latina. Eso se llama sustitución de una élite por otra, de un color por otro, o incluso si no hay que reemplazar a nadie, el número de los que habrán de sumarse para llevar a cabo ese reequilibrio, implica el desapoderamiento del ethos antropológico y cultural que gobernaba hasta la fecha. Y esa sustitución, que se hizo en Cuba, pero básicamente sólo en el interior del segmento de población blanca; que apenas parece que haya comenzado en Venezuela, puesto que una cosa es el poder político y otra muy distinta el poder económico y social, es apenas un proyecto con inevitables riesgos traumáticos en Bolivia.
Y eso afecta a los intereses españoles, empezando por Repsol, pero a medio plazo a toda la política exterior española en el continente iberoamericano -designación que, por cierto, no emplea ninguno de los movimientos indígenas del mundo andino-.
Las relaciones del mundo occidental, particularmente de las antiguas naciones imperiales con sus ex demarcaciones coloniales van a cambiar mucho en el futuro. Entre el mundo árabe-islámico y sus pasados dominadores, el enfrentamiento se agudiza con esa criminal y contraproducente punta de lanza que es el terrorismo islamista; amplios sectores del África negra parece que aspiran hoy, muy diferentemente, a algún tipo de recolonización europea o transfusión masiva de Estado; una gran parte de lo que fue el Asia controlada por las potencias se halla cada día más, por el contrario, en competición directa por mercados y recursos primarios con sus ex metrópolis; y América Latina, por fin, sin que haya una línea dominante, comienza a exigir una o más redefiniciones de esa relación.
El pensamiento estático de Washington, que sigue obrando como si los patios traseros nunca pudieran dejar de serlo, se ha encontrado con que le han crecido los mestizos y los indígenas, y, asimismo, las potencias europeas, entre las que la primera interesada debería ser España, han de entender que la nacionalización de los hidrocarburos bolivianos es el primer paso de la revuelta indígena. El presidente Chirac, al que se considera universalmente un cadáver político, pero que no por ello se ha jubilado, acaba de instaurar el día de la esclavitud, la jornada en la que Francia y Europa recuerden la trata de negros y su responsabilidad en ella. España, igualmente, habría de empezar a pensar en ese etnicismo andino que se le viene, y al que, quizá, convenga un día presentar excusas.
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