Billetes de 500 euros
Recientemente hemos sabido que en España tocamos a 2,24 billetes de 500 euros por habitante, lo que supone que en mi casa deberíamos atesorar un cash de 4.480 euros sólo en billetes grandes. Casualidad: esta misma mañana pensaba en esa curiosa paradoja según la cual, al menos en el País Vasco, los ingresos medios reconocidos en las declaraciones de renta por los asalariados son sensiblemente superiores a los de los autónomos, profesionales, industriales y empresarios diversos. Ocurre año tras año, machaconamente.
Ya con la mosca detrás de la oreja y predispuesto a cabrearme, me da por acordarme de esas consultas médicas (dentistas, ginecólogos, homeópatas y terapeutas variados) que por alguna oscura razón sólo aceptan pagos en efectivo (de las tarjetas, ni hablar). El caso es que la mayoría de la población trabajadora del país somos asalariados corrientes y molientes, y pagamos religiosa e ineludiblemente unos impuestos que Hacienda se encarga de detraer de nuestras nóminas todos los meses. Y, mientras tanto, un número indeterminado de gente cobra y atesora importantes cantidades en negro, vive sustancialmente mejor que la mayoría de los asalariados (esos coches, esos pisos...), pero paga menos impuestos.
Lo mejor de todo es que a muchos de ellos, como teóricamente son "casi pobres", les dan becas para los estudios de sus hijos, les admiten en sorteos de viviendas protegidas (y a veces hasta se las adjudican) y en general se benefician de unos servicios públicos para cuyo mantenimiento contribuyen en una proporción infinitamente inferior a la que les correspondería.
Y digo yo, ¿no es todo este panorama una verdadera burla para millones de personas? Parece ser que ahora Hacienda se ha mosqueado por lo de los billetes, pero el asunto va mucho más allá y tiene que ver con la idiosincrasia de un país en el que nos sigue pareciendo bien que los que más tienen se escaqueen y no paguen impuestos. Total, ya los pagamos los demás. Esta pequeña corrupción estructural, cotidiana y socialmente admitida no hará inmensamente rico a nadie (para eso, mejor medrar en Marbella), pero sí que lastra la modernización de un país que podría tener unos servicios públicos mucho mejor dotados.
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