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LAS BURBUJAS DEL GLOBO
Columna
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Reflexiones en la terminal 4

En primer lugar, ya está prohibido quejarse de la T-4 de Barajas al principio de los consejos de administración de las empresas más o menos multinacionales que exigen vuelos a Madrid. Ya no es ni chic ni cool contar con todo detalle minimalista la pequeña aventura personal en esta gigantesca terminal 4 para justificar el retraso o romper el hielo de la reunión. Me lo contaba el otro día, encerrado aquí mismo, el economista Álvaro Cuervo, uno de los españoles con más sentido del humor y experiencia en las artes multinacionales de los consejos de administración. Basta que un consejero abra el pico para meterse con la T-4 para que pierda muchos puntos entre sus colegas y corra el riesgo de ser calificado de neocón hortera, lo cual es mucho más que una redundancia.

La todavía intransitiva terminal 4 diseñada por Richard Rogers es tan bella y seductora, te impactan tanto sus altos techos de madera ondulada, tan parecidos al barcelonés mercado de Santa Caterina, que es de muy mal gusto que los neocapitalistas emergentes le pongan peros por problemillas con las maletas, las señalizaciones o las distancias. Los neocón de la globalización serán lo que se quiera, vale, pero suelen ser tipos muy sensibles con las estrellas de la nueva arquitectura global.

Estoy de acuerdo con Álvaro Cuervo, y si en los sitios que él frecuenta ya consideran paleto poner a parir la T-4, la misma regla (estética) debería regir para los lugares que yo frecuento, donde se idean y fabrican las columnas: los consejos de redacción. Desde que se inauguró esta terminal, pocas veces he visto en la prensa casera una hostilidad mayor contra una arquitectura de aeropuerto que por fin coloca el nombre de Barajas (aquel disparate entre castizo y grasiento como una churrería con luz de neón, que te amargaba las salidas, te deprimía en las llegadas y producía tantísimo estrés) a la altura de los mejores no lugares del mundo, que diría Marc Augé de estos espacios que no son tierra de nadie. Por fin, con la T-4, hay un no lugar español de raza global, incluidos los centros comerciales de la periferia, en el que nada más entrar en esa arquitectura tan guapa te sientes cosmopolita, extranjero en tu nación o autonomía, liberado del estrés territorial y miembro de la hipermodernidad global. La muy mala prensa que aquí, pero sólo aquí, tiene la T-4 hay que relacionarla con la arraigada idiosincrasia del escritor o columnista español: no sólo viaja muy poco al exterior; le cuesta mucho trabajo salir de su autonomía y, por tanto, no puede comparar, que es el intríngulis del oficio, sino que sólo compara entre autonomías.

El problema de la T-4 en la que ahora estoy atrapado en mitad de la Semana Santa, mientras escribo esto, nada tiene que ver con las sólitas críticas caseras. Pero la T-4 también tiene sus problemas, aunque ya sea un hito global de la arquitectura de los no lugares. Partamos de esa base.

Estoy encantado aquí dentro, en medio de tanta belleza, pero no sólo he tardado mucho más tiempo en llegar desde Madrid aquí, y viceversa, sino que desde que entré por la T-4 hasta que llegué a la antesala de mi puerta de embarque, luego de atravesar el equivalente de media docena de centros comerciales, he tenido que recorrer arrastrando mi equipaje más kilómetros que esa hora diaria de paseo que me exige el cardiólogo. Supongo que Rogers ya había previsto el problema desde el principio y decidió que es bueno que los usuarios de la T-4, infartados crónicos o a punto de serlo, caminen por su terminal como tienen que caminar esa obligatoria hora que recomiendan todos los médicos de cabecera.

El único problema real de la hermosa T-4 es cómo rayos se computan esas distancias que la semiótica gráfica de Barajas proclama en sus señalizaciones con matemática precisión: diez minutos para llegar a la puerta C, un cuarto de hora para alcanzar la B, cinco minutos para la salida A. Pues bien, he comprobado en mis propias carnes que las distancias de la T-4 son distancias utópicas y que por su culpa, es mi mayor y única crítica, siempre acabo llegando tarde y a bout de souffle a la puerta de embarque.

Con todos los respetos, creo que Rogers y los gestores de la terminal 4 no han medido bien las distancias aunque hayan eliminado los barrocos factores estresantes del antiguo y chaparro Barajas iluminado con criminal y estresante luz de neón. Por un lado, no sólo han logrado que Madrid esté mucho más lejos que antes, ida y vuelta, sino que han calculado que la velocidad tradicional del ser humano, que es de cuatro kilómetros por hora cuando viaja por los paisajes de la naturaleza, tiende a ralentizarse cuando pasea con maletas por los también sublimes paisajes de lo no lugares.

Mucho me temo que Richard Rogers se olvidó de esta vieja regla no arquitectónica, no hipermoderna y no escrita: "El ser humano siempre camina más lento en los aeropuertos que en la vida real, y la distancia que tiene que recorrer desde la puerta de entrada hasta la puerta de embarque es inversamente proporcional a su prisa y al peso de sus maletas".

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