¿Cómo suena bombardear Irán?
Tanto ruido acerca de una posible intervención militar norteamericana contra Irán parece que garantiza por lo menos que aún no se va a producir; sino que la Administración de Bush, igual que hizo con Irak, va a estar un tiempo pasándose la pelota de una mano a otra, para escuchar cómo suena internacionalmente eso de castigar al régimen iraní. Washington ha de tener interés en saber si este Papa se molesta tanto como el anterior con la aventura de Bagdad; si Francia no se opone frontalmente a la operación; si China arma más o menos bochinche ahora que la Casa Blanca se amiga nuclearmente con la India; y, en especial, averiguar si una acción militar -bien que sólo aérea- sería asumible por la opinión pública norteamericana antes o después de las elecciones al Congreso de noviembre.
Lo peor sería, sin embargo, que la decisión, de nuevo como en el caso de Irak, estuviera ya tomada y la cuestión fuese sólo cuándo. ¿Pero por qué sería tan inadecuada, además de manifiestamente condenable, esa obsesión de acabar con la industria nuclear iraní? Básicamente, porque hay enormes probabilidades de que provocara todo lo contrario de lo que pretende.
En primer lugar, un ataque no constituiría la sorpresa que la aviación israelí propinó a Irak con la destrucción del reactor nuclear de Osirak, el 7 de junio de 1981. Teherán ha tenido todo el tiempo del mundo para proteger, dispersar, camuflar su utillaje atómico, por lo que para ser letales los bombardeos se tendrían que prolongar días, quizá semanas, implicar cientos de aparatos, y singularizar miles de objetivos. Y aunque los agresores no dejarían de sufrir ante la modernizada -por Moscú- defensa antiaérea iraní, ni siquiera así es seguro que consiguieran destruir la mayor parte de los blancos. Washington lograría probablemente retrasar el programa, pero sólo a costa de endurecer la posición de Teherán, de forma que si ahora alguien puede dudar de que Irán quiera poseer el arma atómica, el castigo disiparía cualquier presunción en contrario.
En segundo, cualquier acción militar reforzaría al presidente Ahmadineyad en su pugna con la línea blanda, relativamente contemporizadora con el resto del mundo que no es islámico, que aún existe en el régimen de los ayatolás. Y está claro que sólo una formidable acción terrestre, que ni siquiera el presidente Bush desea, podría causar el cambio de régimen que hiciera factible la abstinencia atómica.
Y, en último término, porque hay motivos para pensar que los problemas que Estados Unidos tiene en Irak y Palestina palidecerían cadavéricamente en comparación con todo lo que se le vendría encima en Oriente Medio. Teherán incluso ha reconocido que, si no nucleares, sí posee armas de destrucción bastante masiva como son docenas de millares de terroristas suicidas, nacionales y extranjeros, ante los que la fuerza de Bin Laden es insignificante. Hace dos semanas, el instituto francés de política exterior IRIS calificaba de casi catastrófico el balance de tres años de ocupación iraquí. Pues eso no sería nada.
Pero seguramente el corolario de todo ello es que Teherán ha estado transmitiendo estos últimos tiempos la acorazada convicción de que se halla preparado para toda eventualidad, como no la transmitía Sadam Husein, que, simplemente, no creía que fuera a haber ataque norteamericano. Mahmud Ahmadineyad es un fanático, pero no necesariamente un loco, y si ha comunicado al mundo que persigue la destrucción de Israel, con todo el radicalismo suicida y criminal que ello comporta, puede ser porque nunca tema verse obligado a pagar ese precio.
Un régimen que aspira a la liquidación de otro Estado sería un peligro objetivo si llegara a dotarse del arma nuclear. ¿Le daría ello derecho a Estados Unidos o Israel a tomarse la justicia por su mano? No, porque tiene que haber un sistema aceptable para las partes de control internacional que garantice que Irán no compra apocalipsis. Y ni remotamente se han explorado aún esas posibilidades.
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