El río de los nueve dragones
Cruza siete países y recibe seis nombres distintos. Desde su origen, un misterioso lugar de Tíbet, hasta su fin, cuando se desgaja en un delta de innumerables canales, el fértil gigante asiático serpentea durante 4.900 kilómetros desbordantes de vida
Un río no tiene edad, en esto radica su hechizo. Posee otros parámetros mensurables, sí, como longitud y caudal, nacimiento y desembocadura; pero el fluir de sus aguas es como un bucle, una cinta sin fin junto a la que nacen, crecen, se reproducen y mueren culturas, civilizaciones, cultivos, ciudades, imperios, templos y gente. Y mientras esto sucede, el río -siempre igual, pero siempre distinto- sigue fluyendo sin que nadie pueda aventurar cuándo empezó a trasladar agua y cuándo terminará de hacerlo.
¿Qué edad tendría el Mekong? ¿La de los templos de Angkor? ¿La de los arrozales que brotan en cada palmo de terreno libre en la época de lluvias? ¿La de la tradición china? El Mekong no es sólo el duodécimo cauce más largo del mundo y el tercero de Asia. Un venerable curso líquido en torno al que han crecido algunas de las civilizaciones más fastuosas de la antigüedad. Un topónimo que oído desde aquí suena a exotismo, a amenaza roja, a napalm, a Vietcong, a delta, a arrozales y a historias de una guerra que no fue la más dramática por dramática, sino por ser la primera (y la última) contada sin censuras. Mekong suena bien: es rotundo, bisílabo, con un acento agudo y sonoro que enfatiza los olores a papaya verde, a mantras budistas y a selvas lejanas. Descender el Mekong es como descender a las profundidades de una historia lejana. En sus orillas se levantan ruinas de templos fabulosos como los de la antigua capital jemer de Angkor, en Camboya, construidos con maestría arquitectónica en el siglo IX, cuando en Europa andaban haciendo cálculos para que no se nos cayeran las bóvedas de cañón.
El arroz que se cultiva en su cuenca daría para 300 millones de personas
Nada es ruidoso o estresado en Laos. Allí el budismo impregna todas las cosas
Los caminos de Vietnam son una sucesión de obstáculos, como un disco rayado
El río Mekong nace en Tíbet, al pie del Himalaya, y recorre cerca de 4.900 kilómetros a través del propio Tíbet, China, Myanmar (Birmania), Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam, donde se mezcla con el mar de la China Meridional, formando antes uno de los mayores deltas del mundo. Su cuenca tiene la extensión de Francia y Alemania juntas, y se calcula que el 80% de la población que en ella vive depende de la pesca y la agricultura de ribera. El arroz que se produce en la cuenca del Mekong sería suficiente para alimentar anualmente a 300 millones de personas.
Este coloso ha sido a lo largo de la historia barrera de separación más que vínculo de unión. El río fue y sigue siendo una vía de comunicación, sobre todo en zonas remotas; pero por esa calzada de agua también se colaron piratas chinos, saqueadores, colonizadores -entre ellos algunos españoles- y ejércitos invasores de las potencias locales -el antiguo Siam, Birmania y Vietnam-, que hostigaron y saquearon ciudades camboyanas y laosianas sin pausa ni piedad. No es de extrañar, por tanto, que del río se recele. Tanto como para que cada región geográfica le diera un nombre diferente. En 4.900 kilómetros, el Mekong cambia de nombre seis veces. Para los tibetanos es Dza Chu ("agua que nace de los peñascos"), para los chinos es Lancang Jiang ("río turbulento"). Tras lamer la frontera birmana, el río gira al este y se interna en Laos, donde se le conoce como Mae Nam Kong ("madre de todas las aguas"). Con él seguirá casi mil kilómetros más, hasta que, al entrar en tierras de Camboya, se le rebautizará otra vez como Tonle Thom ("gran río"), para volver a cambiar al cruzar la frontera vietnamita y aproximarse a su final, donde el río se desgaja en mil canales que irrigan el delta y se le conoce como Cuu Long ("río de los nueve dragones").
En Luang Prabang, como en todo Laos, la gente madruga mucho, pero las primeras en levantarse suelen ser las mujeres que venden sus productos en el mercado de verduras de la calle Talad. Viven al otro lado del río, y antes del amanecer indochino cruzan en sus piraguas el Mekong para conseguir un buen sitio y vender la mercancía antes de que los calores tropicales fundan la ciudad en una calma bochornosa. A pesar de esas prisas, el de Talad no es un mercado al uso. No es ruidoso y estresado. Nada lo es en Laos. El budismo impregna cada acción cotidiana, y el viajero occidental, acostumbrado a otros ritmos, termina dejándose acariciar por esa ingenuidad laosiana que tiene más de sentido inteligente de la existencia que de candor inexperto. Luang Prabang es la antítesis de la ciudad asiática atacada por la contaminación y el tráfico. Apenas hay vehículos a motor, y las pocas motos y coches que circulan no van a más de 30 kilómetros por hora. ¿Para qué ir más rápido?
El mercado de Talad huele a cilantro y a leche de coco, y tiene el color dorado de la mañana incipiente. Hay una sonrisa beatífica en el rostro de estas mujeres que suena a natural. Esa paz de espíritu hace aún más subyugantes los viejos edificios coloniales franceses de Luang Prabang, un conjunto arquitectónico de casitas de madera de teca de dos plantas, supervivientes de la Conchinchina francesa, que le ha valido a Luang el reconocimiento de ciudad patrimonio de la humanidad.
Luang Prabang es la primera gran ciudad laosiana que baña el Mekong y en la que el tráfico comercial por el río empieza a intensificarse, sobre todo en época de lluvias. Durante la época seca no hay más de dos metros de caudal, y por todos lados se ven lenguas de arena como cocodrilos durmientes y rocas negruzcas y afiladas que amenazan con despanzurrar cualquier nave de mediano tamaño. "El problema no son las que se ven, sino las que no se ven", me cuenta un barquero que espera pasaje sentado a la proa de su barca. "Tienes que conocer bien las rutas que son navegables y las que no, porque cuando el agua sube esas rocas no se ven, pero no puedes olvidar dónde están". Los hena saa (barcos lentos), piraguas alargadas y majestuosas con la proa rojiza levemente erguida, remontan el Mekong hasta Bang Hue Xai, el puerto fronterizo con Tailandia, donde suelen recoger a decenas de jóvenes mochileros que hacen Indochina a golpe de guía de Lonely Planet. Desde Chiang Rai pasan a Laos por esta vía, y tras unos días en Luang Prabang siguen ruta a Vietnam norte.
Aguas arriba de Bang Hue Xai, el Mekong presenta grandes dificultades de navegación, sobre todo en época seca, lo que no ha sido óbice para que, con dinamita y mucho dinero, los chinos hayan ido abriendo paso a embarcaciones cada vez mayores que comercian entre el puerto de Simao y el tailandés de Chiang Saen. Un trasiego comercial cada vez más intenso que está inundando de productos baratos hechos de Shanghai, Pekín o Hong Kong todo el sureste asiático. Muchos de esos navíos siguen parando en la cueva de Pak Ou, una ventana alargada excavada sobre una pared vertical de roca que mira al río, al norte de Luang Prabang, donde según la tradición habita el espíritu del Mekong. En tiempos del animismo, los barqueros solían parar para dejar una ofrenda en la caverna, pero tras la conversión de la familia real laosiana al budismo en el siglo XIV se instauró una procesión fluvial anual durante el mes de abril a Pak Ou para dejar pequeñas figurillas de Buda en forma de ofrenda. Aun hoy, y pese al expolio de comerciantes de antigüedades y turistas sin escrúpulos, merece la pena visitar Pak Ou por el espectáculo de su grada natural escalonada sobre Mae Nam Kong llena de estatuillas de Buda de todos los tamaños y posiciones.
Cuatrocientos kilómetros río abajo, las aguas del Mekong desfilan frente a Vientianne, la capital laosiana. Es tranquila y adormilada, y sólo tiene de capital el nombre. Hay algunas grandes avenidas de la época comunista que recuerdan la ampulosidad del urbanismo soviético; mucha vida local en torno a la ribera del Mekong, con restaurantes, cafés y terrazas que los vecinos inundan al atardecer y los días festivos, y un desproporcionado arco del triunfo, el Patuxai, levantado por la oligarquía gobernante en los años sesenta, antes de que llegaran los marxistas del Pathet-Lao, con dinero desviado de donaciones de Estados Unidos que debían servir para la construcción de un nuevo aeropuerto. Vientianne tiene una intensa vida nocturna, ya sea en prostíbulos camuflados como karaokes o en restaurantes y discotecas para la clase media y alta local y los residentes extranjeros. "Laos es un país paupérrimo que vive de la ayuda internacional al desarrollo", me cuenta Rafa (Lafa para los laosianos), un español que fue a hacer turismo a Laos y se colgó de la sonrisa del país. Desde hace siete años vive aquí.
En Vientianne vive una numerosa colonia de cooperantes, técnicos, administrativos y directivos de ONG Muchos de ellos trabajan en la Mekong River Commision, una organización creada en 1995 por Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam que trata de regular la gestión del río y proponer modelos de desarrollo sostenible en la cuenca. El problema es que sólo la componen los países del bajo Mekong. Ni Birmania, ni China, que ocupa toda la cuenca alta, han querido integrarse, lo que impide programas eficaces de gestión y, sobre todo, deja fuera de control los planes del Gobierno chino para construir varias presas que alteran el caudal natural del río.
Un proyecto en cualquier caso loable para un río sobre el que a principios del siglo XXI todavía existe controversia acerca de su lugar de nacimiento. Mientras que el descubrimiento de las fuentes de otros grandes cauces como el Nilo o el Amazonas estimularon el interés de las más selectas expediciones geográficas, la exploración del curso alto del Mekong fue, por razones topográficas y políticas, relegada al olvido. En 1997 (141 años después de que Speke descubriera las fuentes del Nilo y 32 después de que el hombre pisara la Luna), el explorador francés Michel Peissel anunció que había llegado al lugar donde manaban las primeras aguas del Mekong, en un collado del Tíbet oriental en la divisoria de aguas con el Changjiang. En 1999, otra expedición chino-japonesa refutó esos datos y aseguró que había localizado un afluente que manaba a más altitud y a mayor distancia de la desembocadura (los dos baremos utilizados para certificar el nacimiento de un río), varias decenas de kilómetros al noroeste del descrito por Peissel. Este último hallazgo fue validado por la Sociedad Geográfica China.
Una de las razones de este memorable desinterés geográfico, amén de lo inhóspito de la altiplanicie tibetana y del cierre total del reino del Himalaya para los extranjeros, son las cataratas Li Phi y Phapheng, un doble juego de resaltes y rápidos que interrumpe la navegabilidad del río justo en la frontera entre Laos y Camboya. Las pocas expediciones que intentaron remontar con fines exploratorios el Mekong se dieron cuenta de que este accidente echaba a perder todas las posibilidades económicas de la empresa. Las cataratas marcan un punto de inflexión en el recorrido. Agitan sus aguas y vigorizan el paisaje con un vapor blanquecino que se mezcla con esos otros vahos que emanan de la tierra calurosa, fomentando una vegetación aún más selvática y espesa.
El Mekong entra de esta manera en Camboya. No así los viajeros, que debemos abandonar el río en este punto y cumplir los trámites de aduana en un pequeño puesto de madera que los laosianos han montado en la margen izquierda del cauce. Hasta hace poco, el paso a extranjeros estaba vedado por esta frontera terrestre, pero aunque no hubiese estado prohibido hubiera sido suicida intentarlo; en esta zona remota y frondosa se ocultaban los últimos jemeres rojos de Pol Pot, un nombre asociado por toda una generación con los mayores crímenes contra la población civil.
El 17 de abril de 1975, aprovechando la retirada de las tropas de EE UU, la guerrilla comunista de Pol Pot entraba en Phnom Penh y derribaba al Gobierno prooccidental del general Lon Nol. Durante casi cuatro años, los jemeres rojos trataron de instaurar en Camboya una utópica comunidad agrícola y proletaria. Obligaron a la población a trabajar en el campo, en un paranoico régimen de esclavitud. Todo el que había ocupado un puesto de responsabilidad, o simplemente sabía leer o escribir, llevaba gafas, hablaba francés o mostraba algún signo de educación, era considerado un parásito social y ajusticiado sin contemplaciones, incluidos sus hijos y demás familia. Los centros de detención y tortura se prodigaron por el país, entre ellos el célebre número 21, una antigua escuela de Phnom Penh convertida hoy en museo y memorial de aquel horror; de visita dura, pero obligada, para comprender la dimensión de esta barbarie. El país se cerró al mundo. El Mekong y sus afluentes bajaban cargados de cadáveres de asesinados, muchos de ellos ahogados con bolsas de plástico en la cabeza porque los verdugos no daban abasto. La locura jemer se cobró la vida de entre dos y tres millones de camboyanos y el país sufrió un atraso de décadas.
Hoy, tras los acuerdos de paz de 1999, no quedan guerrilleros en la frontera con Laos y Tailandia, pero el tránsito sigue siendo igual de conflictivo. Según el mapa de la editorial Globetrotter, existe una carretera asfaltada que en paralelo al Mekong cruza Camboya y llega hasta el mar. Pero es sólo una declaración de intenciones. El coche de alquiler camboyano que tomo en el puesto fronterizo (los vehículos laosianos no pueden cruzar de país) avanza por una trocha selvática en medio de la desolación más absoluta. Por todos lados se ven árboles truncados y selva quemada, pero nada que se parezca a una carretera asfaltada. Le pregunto al tipo con el que cerré el trato del coche, un joven veinteañero espabilado que habla un correcto inglés, y me contesta que la carretera se empezó en Phnom Penh y que va avanzando, sí, pero que aún queda para que llegue aquí.
Lo que sí ha llegado es la deforestación. Avanzamos por un paisaje marciano, con miles de árboles arrancados y kilómetros de selva quemada. Con la excusa de la apertura de la nueva calzada, el Gobierno camboyano ha autorizado la tala de los árboles a unos 500 metros por ambos lados de la obra. La visión de la tierra despellejada, una masa inerme y reseca de color blanquecino que una vez soportó una selva, abolla el ánimo. Más tarde, un cooperante suizo que trabaja en Camboya me contaría que, ante la falta de otros recursos, el Gobierno está llevando a cabo una de las mayores deforestaciones conocidas en la historia de Indochina. Lo que no arrasó el napalm lo está arrasando el libre mercado.
Un par de horas más tarde, el coche sale por fin a la nueva carretera en construcción. De momento es sólo una pista de tierra, pero con las trazas de una obra gigantesca y bien hecha. Hay puentes de hormigón, buen asfaltado, alcantarillado, tuberías de desagüe. Parece una obra hecha para durar. Pregunto cómo puede Camboya pagar cientos de kilómetros de esta infraestructura tan costosa, y mi amigo el cooperante me dice que la paga el Banco Asiático para el Desarrollo, aunque quien está detrás es el Gobierno chino, que invierte gustoso para abrir una gran vía de comunicación de norte a sur -mucho más efectiva que el transporte fluvial por el Mekong- desde la provincia china de Yunnan hasta Saigón, para por ella inundar con sus manufacturas el emergente mercado de la región.
A estas alturas, el Mekong se ha convertido ya en un gran río de llanura y sus márgenes a veces se separan tanto que cuesta imaginar la otra orilla. Aguas abajo de Phonm Penh, el tráfico fluvial se hace ya mucho más denso, y grandes barcos portacontenedores o con cisternas de petróleo comparten las aguas achocolatadas del río con las piraguas de los pescadores. Incluso el transporte de personas se hace más fluido, y es fácil encontrar barcas rápidas que a diario cubren el trayecto entre la capital camboyana y Chau Doc, la primera ciudad vietnamita.
El Mekong ha recorrido ya más de 4.000 kilómetros desde su nacimiento -donde quiera que se sitúe-, pero es al entrar en Vietnam y desperdigarse por los canales del delta donde de verdad se convierte en un torrente de vida. Vietnam y Mekong son dos realidades inseparables, dos siameses unidos por un cordón de aguas estancadas. El río deja de ser líquido para transformarse en recuerdo.
Recuerdos de la guerra de Indochi-
na, de la colonización francesa, de la escuela de la madre de Marguerite Duras, de Graham Greene y el hotel Continental de Saigón, del coronel Kurtz y la Cabalgata de las valquirias, y de una generación de jóvenes norteamericanos desperdiciada en una guerra absurda. Pero también de la vida que renace después de cada monzón, de los templos de tejados puntiagudos con grandes cornamentas al borde de los canales, de los mercados flotantes, de los arrozales que verdean eléctricos al sol justiciero del trópico, de la vida que se escenifica en las riberas y de ese "manto de opulenta vegetación que por abajo se encuentra ya trabajado subrepticiamente por el microbio humano", como decía Pierre Loti, el viajero y escritor francés que visitó en 1900 Angkor. En Vietnam, sus habitantes viven en el río. Como si este cauce sin edad fuera mucho más antiguo, más protector aún en el delta.
Los caminos de Vietnam son una sucesión de obstáculos, ya sean caminantes, motoristas, mercaderes, animales, camionetas, restaurantes, mercados o viviendas que ocupan los laterales de las carreteras en un disco rayado, sin que se sepa dónde acaba una aldea y empieza la siguiente. Parece que los más de 70 millones de vietnamitas se pasaran la vida haciendo algo al borde de los caminos. Detrás están los interminables arrozales. Hombres y mujeres se agachan y levantan de forma rítmica cubiertos con sus non la, los gorros cónicos tradicionales vietnamitas. El arroz en Vietnam es una forma de espiritualidad. La savia que mantiene el árbol de la vida, tan antigua como el propio río. Por eso la silueta minúscula de los aldeanos es parte necesaria del decorado. Tal como lleva ocurriendo en las orillas del Mae Nam Kong desde hace más de mil años.
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