Solución vegetal
He tenido un sueño. Soñé haber resuelto, nada menos, que el problema de la vivienda para la gente joven o ésa fue la iniciación de la fantasía. Ignoro cómo, aunque parece frecuente la premisa, yo gozaba de un poder omnímodo, algo que nunca ha sido verdad. Si hoy puedo decir que tomo decisiones en mi hogar se debe a la circunstancia de que vivo solo desde hace tiempo y Dios me libre de llevarle la contraria a la asistenta. En mi duermevela -pues me desperté frecuentemente, cosa no insólita, para enhebrar de seguido el pesado sueño- partía de hechos ciertos, escuchados, comentados incluso. La repoblación forestal madrileña que nos han anunciado la presidenta de la Comunidad o el alcalde -dos millones y medio de árboles más- y la falta de alojamientos para la población juvenil, algo que afecta, al aproximadamente 98,67% de la totalidad de este transitorio segmento social, según datos, también soñados.
¿Por qué -se decía mi yo mentecato- no unir ambas necesidades, haciéndolas complementarias? Añadamos a la satisfactoria existencia de árboles habidos, los que ahora se proponen, elijamos especímenes adecuados, distintos de los hermosos y reiterados plátanos, acacias, castaños y pinos, que posean ancha copa, hoja perenne y sólido tronco en el que se puedan esculpir escaleras o rampas para minusválidos; hay que pensar en todo, al principio de un gran proyecto.
Daba vueltas en el lecho, incomodado por la pertinacia de lo que se estaba convirtiendo en una pesadilla, salté de la cama y me hice con al tomo del Espasa dedicado a los árboles. Allí estaba la solución, las muchas soluciones que la naturaleza nos brinda y que desdeñamos, mirando para otro lado y dejando en manos de las inmobiliarias el quehacer de construir los habitáculos a los que alude la Constitución como un derecho, olvidando que los derechos se adquieren, merecen, conquistan o reclaman siempre que haya alguien custodio dispuesto a distribuirlos. De eso, la Carta Magna no dice ni pío.
Ya desde el principio caigo sobre la resplandeciente solución. No era una entelequia urdida por el insomnio. Allí estaba la ceiba, el árbol que primero se avistó en América y donde amarraron, en Santo Domingo, las carabelas de Colón. Había al menos otro similar y famoso donde, en México Hernán Cortés lloró la derrota de la Noche Triste, un ejemplar de 30 metros de alto, con una copa extensa, horizontal, que podría podarse a dos aguas en los territorios lluviosos. Aquel noble árbol tenía, más o menos, 6.000 años de antigüedad, imagínense, un porrón de legislaturas. Podía ser contemporáneo de las Pirámides, o más viejo aún.
No hay que salir de Europa, ni de nuestros dominios. "El castaño del Etna" dio cobijo, en una noche de tormenta, a la reina Juana de Aragón y a 100 jinetes de su escolta. El tronco del famosísimo drago, de Tenerife, de edad aproximada a la ceiba de Hernán Cortés, tenía 15 metros de circunferencia. Hagan sencillos números y tenemos un coqueto dúplex con los 30 metros habitacionales preconizados por una ministra, que habría acabado por llamar "arborígenes" a sus inquilinos.
Olvido reseñar que los lotes de seis semillas conjuntas de la ceiba citada están arropadas por una espesa capa de algodón, empleada en forrar almohadas y colchones y que de la corteza de esa semilla se formaban aglomerados para adoquinar las vías públicas, que hubo empedrado de madera, como saben los contempladores de grabados antiguos, con lo que el problema del parqué venía resuelto. Quedaba un rabo por desollar, cuya solución, en aquella indecisa hora, me pareció meridiana: el suelo. Fácil: se destierran al islote de Perejil, al de la Gomera, a las Chafarinas, a los Monegros o al Pirineo Aragonés libre de estaciones de esquí, a los alcaldes y negociantes de actuación delictuosa, se les instruye en la plantación de ceibas, dragos y castaños gigantes, experimentan durante el tiempo necesario y se pone en marcha esa repoblación vecinal. El casco urbano se conserva, aunque con el paso del tiempo se considere humillante vivir en la que fue calle de Serrano o en la de Miguel Ángel. Llegada la claridad del día y la hora habitual de abandonar el lecho, tras la noche toledana, advertí en una esquina de la mesilla de noche la olvidada pastilla que suelo tomar para conciliar el sueño. Suya es la causa de estas disquisiciones.
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