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COLUMNISTAS
Columna
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Las bellas de antaño

Desde muy joven me juré no presumir de ellas (de haber gozado con su contemplación) ante las generaciones que me siguieran. Lo hice porque sabía, dado que lo experimentaba, el desdén que en el futuro podría sentir una muchacha cinéfila como yo lo era entonces (adicta a Claudia Cardinale y otras actrices guapas), cuando su adulta chasqueara la lengua y, como la mía, sentenciara que ya "no hay estrellas como las de mis tiempos". Mis tiempos: otra expresión que me prohibí, porque los tiempos de una son siempre y todos o no son ninguno.

Decía mi madre:

-No sé qué le ves. Para belleza, la de Moira Shearer. Y gracia, la de Claudette Colbert. Y la que más, pero hasta el punto de que la llamaban La Divina, Greta Garbo.

Por entonces no teníamos ni DVD ni vídeo, y en televisión no ponían películas antiguas; la filmoteca, más que recuperar añejos filmes, traía lo que podía de lo mejor del momento, y en todo caso no estaba para entretenimientos de Hollywood. Y lo mismo podía decirse de los cineclubes y de los fines de semana cinematográficos transcurridos al otro lado de los Pirineos. Eran para intensidades de la historia del cine. Y si conseguían L'Atalante, de Jean Vigo, u Octubre, de Eisenstein (puestos a hablar de joyas añejas), no iban a perder el tiempo con ligerezas, ni siquiera con genialidades como Ninotchka. De manera que yo desconocía la luminosidad de Garbo, entre otros muchos agujeros negros.

Y me encogía de hombros, como en tantas otras cosas: "Sí, ya, lo que tú digas". Me juré que cuando me hiciera vieja, nunca haría el ridículo hablando a los jóvenes de mis bellas de antaño. Mujeres que el tiempo ha dejado atrás, como hace siempre, para dar paso a una sucesión apreciable y bien alimentada, una legión de hermosas damas que han ilustrado, y siguen haciéndolo, nuestras pantallas, bien en la versión gigantesca de la sala de cine, o minimizadas por los reproductores portátiles. Aunque se sustituyen con tanta rapidez, se suceden a tal vértigo, y pasan tanto, además, por el cirujano, que cuando crees que estás admirando a Cameron Díaz resulta que quien tienes delante es Scarlett Johanson, y que has olvidado por completo el verdadero aspecto de Sharon Stone cuando te deslumbró; y a Kim Basinger la tratan prácticamente de abuela.

He recordado todo esto a raíz de la exposición de César Lucas sobre Romy Schneider (ya Ángel S. Harguindey informó desde aquí en su momento), al ver de nuevo su rostro que tanto amé en tantas buenas películas y otras que no tanto; Romy Schneider, captada por Lucas cuando aún lo trágico (un marido suicidado, un hijo muerto accidentalmente empalado; su propia inclinación a autodestruirse) no le había afinado las facciones hasta convertirla en la muerta más guapa de su época. La recuerdo tendida sobre una piel blanca en cualquiera de los filmes que rodó con Chabrol, haciendo el amor con Trintignant en un tren para deportados, en Le train; la recuerdo volcando toda su desesperación personal en su papel de Lo importante es amar.

Y con esta memoria llegan otras. Cómo morí por Cardinale, La chica con la maleta; la misma que aparecía en Rufufú y en Rocco y sus hermanos, en más breves cometidos; la que hacía temblar los salones de la aristocracia rural con su tremenda entrada en el palacio de Donnafugata, en El gatopardo.

No, no torturaré a la gente de hoy alzando la ceja y comentando: "Aquéllas sí fueron mujeres hermosas". No os torturaré, pero sí lanzaré, para mí misma, la pregunta del poema de Villon cuando se refería a las bellas de ayer: "Mas ¿dónde están las nieves de antaño?". Estoy segura de que bastantes de entre quienes me leen me responderán. Están en nuestro recuerdo (además de, muchas de ellas, muy bien envejecidas, como la Cardinale), y se llaman Monica Vitti, Virna Lisi, Jacqueline Sassard, Stefania Sandrelli, Jeanne Moreau…

Pero para mí, por encima de todas, Romy y Claudia: Austria y Túnez, pasadas ambas por el chic de París y la pasión italiana. Calidad superior, perfección cristalina de las nieves, grandes nieves de antaño.

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