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Columna
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Primavera republicana

Antonio Elorza

Las tornas han cambiado. Después de una serie de hitos conmemorativos en que el recuerdo de la Segunda República era patrimonio de un pequeño grupo de nostálgicos y demócratas marginales, el régimen del 14 de abril se ha convertido en la referencia emblemática de la izquierda. A esta inversión de juicios contribuye sin duda la declaración del presidente Zapatero, la primera de un jefe de Gobierno de la Monarquía democrática, en que la reivindicación de la República tiene lugar abiertamente, sin que deba ser olvidado el efecto bumerán de la reiterada satanización a que se han lanzado en estos últimos tiempos los publicistas de la extrema derecha.

También ha intervenido el paso del tiempo. Una valoración positiva de la República no implica hoy un desafío abierto a la Monarquía de Juan Carlos I, si bien sigue apuntando al cambio de forma de gobierno como última etapa de una racionalización a largo plazo. En efecto, si la estimación positiva de que disfruta la Monarquía entre los españoles se debe a su acercamiento al pueblo, y sus usos y normas dejan de lado el aura de excepcionalidad conferida tradicionalmente a la Corona, pierde sentido el mantenimiento de la institución monárquica. En una hipotética España normalizada, con una reina que estaría en su derecho al contraer matrimonio con cualquier ciudadano de cualquier profesión, inaugurando la fugaz dinastía de los Pérez o de los López, y unos infantes o infantas que conjugarían, como ya sucede, la pertenencia a la familia real y su enlace con personas normales, que de este modo se verían aupados o aupadas a posiciones altamente rentables, sin responsabilidad política alguna, el ritual monárquico se vacía de contenido. Más vale que sean los ciudadanos quienes elijan al Pérez o al López destinado a asumir transitoriamente la jefatura del Estado. La historia de Cenicienta funcionó por una vez, pero no cabe olvidar los riesgos constitucionales que supuso la alternativa del príncipe y la modelo. En nuestras circunstancias, la deriva populista de la Monarquía resulta a la larga incompatible con la teoría de los dos cuerpos del Rey en que se basan el prestigio y la relativa eficacia de la institución.

Si volvemos la mirada hacia el pasado, resulta obvio que los valores de la Segunda República no han de ser apreciados tomando sólo en consideración su trágico final. Eso sí, llegados a este punto, tampoco cabe olvidar que el desastre español de los años treinta no es sino un caso extremo en la convulsa trayectoria hacia la democracia que siguieron los países de la Europa centro-occidental. Alemania y Austria fueron a parar a manos del nazismo, Italia se sometió al fascismo, Portugal quedó sumido en el salazarismo y Francia fue a parar a la ocupación y a la dictadura paternalista de Petain. Tampoco a la Europa centro-oriental le fueron mejor las cosas. El nuestro fue un horror más en un museo de horrores. La modernización económica y política en la era de la sociedad de masas tuvo ese enorme precio para la mayoría de los países europeos. Lo cual por supuesto no excluye la necesidad de analizar cuáles fueron los factores específicos que en el caso español llevaron al hundimiento de un régimen cuya fragilidad quedó reflejada muy pronto en el cariñoso apodo de La Niña.

La tela de araña tejida en torno al atraso económico está en la raíz de los estrangulamientos que afectaron al proyecto de Estado-nación y al establecimiento de un régimen democrático, en el largo siglo XIX que se extiende desde 1808 a 1936. La violenta resistencia al cambio de las capas sociales dominantes, apoyadas en el Ejército y la Iglesia, el tardío desarrollo de un movimiento obrero socialdemócrata, la fuerza del anarquismo, la debilidad del desarrollo urbano, y en consecuencia de la burguesía republicana, intervinieron a la hora de cercenar las posibilidades de la democracia en el marco desfavorable de la Europa de los años treinta. Pero la República no murió por sí misma. La mataron tras una resistencia agónica. Aquí y ahora mantiene plena validez su legado al plantear las premisas para una efectiva modernización del país, con fogonazos de extrema brillantez en el campo de la reflexión política y de la expresión cultural, y lecciones como la exigencia de consenso entre los principales actores cuando hace falta abordar los problemas de Estado.

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