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Columna
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Justos y pecadores

Javier Cercas

Cuando escribo estas líneas, ETA acaba de anunciar un "alto el fuego permanente". El revuelo es considerable: unos están eufóricos; otros, aliviados; otros, esperanzados; otros, escépticos. Todos tienen su parte de razón, y es natural que, llevados por la esperanza y el alivio y la euforia, se digan cosas sin fundamento, siempre que mañana mismo se reconozca que lo son; incluso los escépticos, que no sin motivo tienen tan buena prensa, porque casi siempre el escepticismo es una vacuna contra el ilusionismo, dicen cosas sin fundamento. Oigo en la radio a gente que considera que el fin de ETA sólo llegará cuando los etarras pidan perdón a sus víctimas; más preocupante es que sea el PP, que lo quiera o no va a desempeñar un papel fundamental en el proceso que se avecina, quien también lo diga en el comunicado leído por Mariano Rajoy poco después del anuncio de ETA: éste, según el PP, "supone reafirmar su voluntad (la de ETA) de seguir existiendo, no se arrepiente de nada y no pide perdón a las víctimas del terrorismo". ¿Arrepentimiento? ¿Perdón?

Dice Pascal que sólo hay dos clases de hombres: "Los unos, justos que se creen pecadores; los otros, pecadores que se creen justos". La dicotomía, por supuesto, es falsa (como dijo Chesterton, la verdad es que sólo hay dos tipos de hombres: los que dividen a los hombres en dos tipos y los otros), pero contiene una extraña verdad. Justos que se creen pecadores hay muchos; la literatura y la realidad abundan en ellos. El 5 de febrero de 1971, el narrador de Austerlitz, la novela de W. G. Sebald, visita la estación de Lucerna, en Suiza; esa misma noche se declara un incendio que destruye la cúpula de la estación, y al día siguiente, mientras ve en la televisión las secuelas del desastre, una sensación inquietante se apodera del narrador, "una sensación que se concretó en la idea de que yo era el culpable, o por lo menos uno de los culpables, del incendio de Lucerna". El 16 de julio de 1936, el padre del novelista Juan Benet les regaló a él y a su hermano sendas pistolas de juguete, marca Brownie, que por entonces hacían furor en Madrid; esa misma tarde, los dos hermanos subieron a la terraza del chalet donde vivían, en la calle de Abascal, a pegarse tiros. La conmoción que aquel tiroteo inofensivo provocó en el barrio fue fenomenal: tres días antes, Joaquín Calvo Sotelo había sido asesinado por guardias de asalto y el país vivía la inminencia de un cataclismo que se consumó apenas dos días más tarde. Benet vivió la guerra en los dos bandos, su padre fue fusilado y su vida y su obra formidable quedaron para siempre marcadas por el signo de la contienda, pero durante mucho tiempo su hermano y él vivieron convencidos de haber desencadenado aquella espantosa guerra de verdad con sus disparos de mentira.

Claro que hay muchos más pecadores que se creen justos que justos que se creen pecadores. De Caín para acá, apenas hay un solo criminal serio que no haya encontrado justificaciones nobilísimas para sus actos. ¿Acaso alguien cree que Hitler se sentía culpable cuando se pegó un tiro en el búnker? Stalin y Franco murieron con la conciencia tranquila, felices de haber traído la paz, el bienestar y la prosperidad a sus pueblos. Ni uno solo de los condenados por el intento de golpe de Estado del 23-F -una ínfima parte de quienes quisieron acabar por las armas con el régimen democrático- ha pedido disculpas por lo que hizo, y casi todos declararon orgullosamente que volverían a hacerlo. ¿Arrepentimiento? ¿Perdón? Dicha por las víctimas, la frase de la declaración del PP sería un dolorido, comprensible desahogo o ingenuidad; dicha por el principal partido de la oposición, es incomprensible. Para arrepentirse y pedir perdón, los terroristas deberían aceptar que sus crímenes son sólo crímenes, que han sido un error, deberían reconocerse culpables, o al menos responsables de ese error. Ese reconocimiento sería un maravilloso acto de justicia; tal vez ocurra a la larga y en algunos casos, pero es improbable que se dé a corto plazo por parte de una banda fanatizada de émulos de don Vito Corleone convencidos de haber actuado de forma heroica en nombre de los más altos ideales, e insensato que se imponga como condición para iniciar el camino que debe llevar al fin definitivo de ETA. No hace falta que pidan perdón. No hace falta que se arrepientan. Ya nadie se siente culpable ni se arrepiente ni pide perdón, como si ya nadie fuera responsable de sus actos. Que sigan creyéndose justos, o que matar y amenazar los hacía justos. Que crean lo que quieran. Pero que acepten las reglas que todos aceptamos. Que no consigan con la amenaza de volver a las armas lo que no consiguieron con las armas. Que paguen por sus delitos. Que digan de palabra que han ganado, pero que pierdan con los hechos. Entonces llegará el fin de ETA. Todo lo demás es literatura, pero de la mala. En cuanto a la buena, apenas se conoció la noticia, nadie sensato dejó de hablar del camino larguísimo que quedaba por delante, y yo me acordé de Franz Kafka, que pensaba que el pecado principal de los hombres es la impaciencia, y que escribió: "El camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida en lo alto, sino muy cerca del suelo. Parece hecha más para tropezar que para andar por ella".

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