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Columna
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La fianza de Otegi

El respeto a la dignidad de las víctimas, el rechazo de cualquier precio político a cambio del final de la violencia y la plena vigencia del Estado de derecho a lo largo del eventual diálogo con la banda terrorista emprendido con ese objetivo fueron las tres condiciones exigidas a Zapatero por Rajoy si el Gobierno quiere contar con la ayuda del PP durante el largo y difícil camino abierto el pasado 22 de marzo por el alto el fuego permanente declarado por ETA. Tal vez por el temor a ser engañados, los dirigentes populares miran con suspicacia el comportamiento de Cándido Conde-Pumpido; la sospecha de que el fiscal general del Estado pudiera ser el ejecutor en el ámbito legal de un contubernio secreto del Gobierno con ETA para burlar ese triple compromiso se proyecta con efectos retroactivos sobre su resistencia a solicitar la ilegalización del Partido Comunista de las Tierras Vascas (EHAK) antes y después de las autonómicas de 2005. Pese a la proclamada independencia y autonomía del ministerio público, los principios de unidad y dependencia jerárquica de los fiscales respecto al vértice de la pirámide institucional -el fiscal general es nombrado por el Ejecutivo- han dado siempre cierta verosimilitud a las acusaciones de subordinación política.

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Resultaba inevitable, así pues, que las acciones o las omisiones de Conde-Pumpido sobre cualquier asunto procesal o penal relacionado con ETA y con las organizaciones nacionalistas radicales de su entorno fuesen celosamente escrutadas por el PP a la busca de indicios sobre acuerdos ocultos entre el Gobierno y la banda terrorista. Pero la sañuda desconfianza desplegada por esos cazadores de vestigios incriminadores del fiscal a la hora de perseguir la presa resulta a veces -sirva de ejemplo el diputado del PP Ignacio Astarloa- casi enfermiza; el portavoz en el Senado Agustín Conde ha llegado al extremo de afirmar que Conde-Pumpido se ha puesto "de parte del terrorismo".

Las secuelas procesales de la huelga del 9 de marzo, convocada bajo el lema Dispersión asesina por dirigentes de la disuelta Batasuna y del sindicato LAB, fueron aprovechadas por el PP para probar que sus recelos estaban justificados. El juez de la Audiencia Nacional Fernando Grande-Marlaska ordenó el 15 de marzo la prisión provisional incondicional de Juan María Olano y Juan José Petrikorena, inculpados como autores por inducción de los desórdenes, coacciones y estragos producidos durante esa violenta jornada; la fiscalía creyó, sin embargo, demasiado severa esa medida cautelar, apoyada en cambio por las acusaciones particulares. Arnaldo Otegi -de baja médica- se libró seguramente de correr idéntica suerte gracias a que su declaración ante el juez quedó aplazada.

La comparecencia del portavoz de la disuelta Batasuna tendría lugar 15 días después: el comunicado de alto el fuego permanente de ETA había sido difundido una semana antes. Los alanceadores de Conde-Pumpido se frotaron las manos: la fiscalía se opondría a la prisión incondicional de Otegi, descubriendo así su doble juego, mientras Grande-Marlaska mantendría la medida cautelar. Pero el anunciado enfrentamiento entre el juez y el fiscal como representantes de la eterna lucha entre el Bien y el Mal no llegaría a producirse. El auto del 29 de marzo de Grande-Marlaska resume la jurisprudencia del Constitucional sobre los límites a las restricciones de los derechos, y coincide con el ministerio público al aplicar como medida cautelar la prisión eludible mediante la prestación de una fianza y la comparecencia diaria de Otegi en la comisaría de la Ertzaintza. Los otros dos imputados ya encarcelados podrán salir también de prisión si depositan 200.000 euros.

Mientras los correligionarios del portavoz de la disuelta Batasuna reúnen el dinero necesario para ponerlo en libertad bajo fianza, los argumentos avanzados por Grande-Marlaska y por la fiscalía sobre la prisión incondicional (cuya función no es anticipar la pena, sino sólo evitar la fuga de los inculpados, impedir la destrucción de pruebas y conjurar la reiteración delictiva) prefiguran el debate no político sino jurídico que una eventual renuncia a las armas de ETA suscitaría en el ámbito del derecho. Porque según el artículo 3.1 del Código Civil las normas deben ser interpretadas según "la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas" atendiendo a su "espíritu y finalidad".

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