Un hartazgo
"Espejito mágico", dije, sin poder evitar la regresión insegura a los cuentos de mi niñez, "¿quién aguanta el paso de los años mejor que yo?". Para mi sorpresa, el espejito me contestó. Pero en lugar de halagarme con un "nadie" o de decirme la pinche verdad -"unas cuantas"-, lo que hizo fue proponerme la adquisición de un chalé en una urbanización del Levante español. Porque el espejo se había transformado, y esto sí es magia potagia publicitaria, en una pantalla de cristal líquido que me enviaba anuncio tras anuncio mientras yo intentaba atusarme el pelo, que se confundía con el césped del chalé. Este acontecimiento no se producía a la entrada de un cine o en una tienda, ni en la calle. Tenía lugar en el interior del lujoso ascensor de un hotel madrileño de tropecientas estrellas, un lugar donde los porteros visten de almirante y en cuya recepción los empleados te atienden con exquisita deferencia después de hacerse con tu tarjeta de crédito para los extras.
¿Es que no va a haber paz para nosotros, ni siquiera en los bellos albergues costeados por las editoriales y empresas a las que tenemos la suerte de pertenecer? ¿Queda algún lugar -quizá el camposanto- en donde no te intenten colocar un paraíso de adosados, o una faja adelgazante, o el maldito colágeno, o el anticelulítico que ha de cambiar tu vida? Ni siquiera en el cementerio: "Aquí yace, por no haber tomado Sarkozyn, Fulanito de Tal". Al tiempo.
Preveo un mundo funesto. Ya saben, nunca más podré mantener la típica conversa/terapia con el barman. Éste, en lugar de seguir limpiando las copas o mezclando los cócteles, mientras sonríe y admite mis confidencias e incluso las puntúa con sensibilidad de barman propiamente dicha Este hombre, en vez de reconfortarme con su sabiduría, me mirará y dirá algo así como: "Moriles o Montilla, la elección es bien sencilla".
Pero no sé de qué me extraño. Si hemos llegado al punto de pagar con nuestro propio dinero para bajarnos a nuestro propio móvil el póster de la película que al final iremos a ver, pagando en taquilla con nuestro propio dinero, ¿por qué no podemos aguantar impávidamente que nos pasen el tráiler de la última de Tom Cruise o del dichoso Botox, o los dos, en el ascensor de un hotel o en pleno programa de televisión, a cargo la publicidad del mismo busto parlante que, segundos antes, parlaba del estado de una folclórica atendida en Houston?
No me disgusta la publicidad, siempre que la pueda controlar. Siempre que esté en su sitio. Es cuando la publicidad sustituye al medio ambiente cuando me preocupa. Cuando en vez de respirar el aire contaminado de mi ciudad tengo que imaginarme lo que sería ventilar mis bronquios en, un suponer, Chumina d'Or, porque la publicidad me abruma tanto que no puedo ni mirar a mi alrededor sin ver el maldito anuncio. Qué tiempos aquellos en que cogías las revistas y pasabas página. Incluso qué tiempos aquellos en que hacíamos colección -por teléfono, entre amigos- de los nuevos avisos sobre automóviles franceses, tan cursis ellos, o los nuevos avisos sobre perfumes franceses, tan requetecursis ellos. Anaïs, Anaïs, no somos nadie.
Temo el día en que me acostumbraré a que, al leer un libro, un personaje introduzca en su diálogo algo sobre las excelencias de esto y lo otro. Temo el día en que yo misma encuentre natural escribir una novela en la que el protagonista se recluirá en Chumina D'Or para recuperarse de una crisis nerviosa; impelido por la decisiva intrusión del mundo de la publicidad en mi anticipo.
Pero todavía más temo el mundo en el que yo misma, al descolgar el teléfono y después de escuchar la pregunta "¿cómo estás?" a cargo de una amistad, le replique:
-Maravillosamente, sumergida en un baño de espuma relajante de la marca Plim, después de haber extendido sobre mi rostro una mascatilla Tilín, lo cual realicé tras haber exfoliado mi piel a fondo con Culín.
Y lo peor será escuchar, al otro lado del hilo:
-Pues yo me he pasado a Michín, que tiene una línea completa para el cuidado del rostro y del cuerpo.
¡Aug! Mucho ¡aug!
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