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Columna
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Al rojo vivo

Atención al problema de la inmigración ilegal en EE UU, que, salvo cataclismo siempre posible en Irak, puede convertirse en el tema estrella de las elecciones legislativas estadounidenses del próximo noviembre. Como todo tema de política interior, su evolución afecta mucho más el día a día del ciudadano medio que los acontecimientos en Irak por muy adversos que éstos sean. De cómo afronten el Gobierno federal y el legislativo la patata caliente de la inmigración dependerá la futura composición de las dos cámaras del Congreso. El tema está al rojo vivo en estados clave como California, Tejas, Nueva York e Illinois, decisivos para las aspiraciones de los dos partidos. El republicano para mantener sus actuales mayorías en la Cámara de Representantes y el Senado; y el demócrata para intentar conquistar, al menos, una de las dos. (Ni siquiera los gurús demócratas más optimistas apuestan por una victoria en las dos cámaras).

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La inmigración enfrenta a los republicanos en Estados Unidos

Las masivas manifestaciones del pasado fin de semana en las ciudades más populosas de EE UU -sólo Los Ángeles reunió a más de medio millón de personas- en contra de una resolución de la Cámara baja que pretende convertir prácticamente en delincuentes a los inmigrantes indocumentados, al tiempo que prohíbe la prestación de servicios sociales a los ilegales, constituyen el mejor termómetro de la gravedad de la situación. El Gobierno federal y los estatales están desbordados por la magnitud de las cifras de ilegales, que ascienden a 12 millones de personas, principalmente mexicanos. El Senado tiene ahora la palabra cuando el martes comience el debate sobre una nueva ley de emigración que endurezca o suavice la resolución aprobada por la Cámara. Pero un año electoral no propicia precisamente un clima de ecuanimidad y serenidad. La mayoría republicana está dividida entre los que quieren convertir el tema en un simple problema de seguridad con el reforzamiento de la vigilancia en la frontera sur y los que pretenden cambiar radicalmente la actual ley para tratar de encontrar una solución permanente al problema, más acorde con la tradición de acogida que ha caracterizado la historia estadounidense. La posición de la Casa Blanca está más cercana al segundo planteamiento.

El presidente George Bush ha propuesto al Congreso un programa que permitiría a una mayoría de los ilegales aceptar empleos temporales durante cuatro años en EE UU para regresar después a sus países de origen, sin que ese tiempo de estancia fuera computable a efectos de solicitar la nacionalidad americana. Pero se opone a una amnistía generalizada, porque, en su opinión, sería injusta para los inmigrantes que han seguido los canales establecidos y han esperado cinco años para adquirir la nacionalidad estadounidense. "América es una nación de inmigrantes, pero también es una nación de leyes", dijo en una reciente ceremonia de nacionalización de nuevos ciudadanos. Junto a un endurecimiento de las medidas de seguridad en las fronteras para satisfacer a los halcones, el presidente propone también un incremento sustancial en la concesión de tarjetas verdes de residencia, que, transcurrido el plazo de cinco años, dan derecho a la obtención de la ciudadanía para los especialistas que precise la industria americana (léase ingenieros electrónicos y técnicos en informática procedentes del subcontinente asiático).

Bush se encuentra en una posición similar a la de su antecesor republicano, Abraham Lincoln, que, siempre se negó a considerar a los miles de emigrantes europeos llegados durante su mandato como ciudadanos de segunda clase, como le proponían algunos de sus colaboradores. Como recordaba David Brooks en el New York Times, Lincoln siempre consideró a los recién llegados "una corriente revitalizadora... verdaderos americanos, carne de la carne de los hombres que concibieron la Declaración de Independencia". Sin la elocuencia de Lincoln, Bush se da cuenta de que sin el voto latino no dejará un republicano en la Casa Blanca. Pero las elecciones de noviembre de este año no son presidenciales, sino legislativas. Y cada legislador quiere salvar su escaño.

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