Trece rosas rojas y una luz blanca
Alrededor de las diez y media de la noche, la directora, acompañada de una funcionaria, recorría las galerías de la prisión leyendo los nombres de mujer que estaban apuntados en la lista que llevaba en la mano. Las que iban siendo llamadas salían de sus celdas y eran conducidas a la capilla, donde esperaban que llegase la madrugada. En ese momento, las sacaban de la cárcel de Ventas, las montaban en un camión procedente de la penitenciaría masculina de Porlier y, junto a los reclusos que también habían sido condenados a muerte, las conducían al cementerio de la Almudena, contra cuyas tapias eran fusiladas. El 4 de agosto de 1939, la directora y su ayudante, vestidas respectivamente con un uniforme de la Falange y una larga capa azul, se dirigieron a una sala llamada Escuela de Santa María, donde se alojaban las menores, y de allí y de otras dependencias en las que dormían se llevaron a 13 jóvenes acusadas de "adhesión a la rebelión", que es como los auténticos rebeldes de 1936 calificaban los actos de quienes habían defendido la legalidad republicana tras el levantamiento del Funeralísimo.
Algunas de ellas, con apenas dieciocho años cumplidos, se echaron a llorar; otras pidieron escribir una última carta a sus familias; otra dijo: "¡Pobrecita, mi madre!". Una tercera preguntó si llevaba recta la costura de sus medias. Qué extraño es todo lo que alguien hace justo antes de morir.
Juan Urbano leía esa historia terrible en el libro Trece rosas rojas, de Carlos Fonseca, y siguió haciéndolo una buena parte de la noche, pudo conocer las historias de esas chicas asesinadas al inicio de la terrible posguerra española, se estremeció al descubrir la falta de piedad y el sadismo de sus verdugos... Un horror que a alguien como él, acostumbrado a la reflexión y la inteligencia, le resultaba verdaderamente inaudito: ¿cómo es posible que personas normales se conviertan en monstruos a la hora de enfrentarse a sus enemigos? Por algún motivo, la fotografía de la directora de la cárcel le impresionó más que ninguna otra cosa: una mujer bonita y aún joven, con una sonrisa franca y una buena figura, realzada por su uniforme... No parecía una alimaña, ni aparentaba ningún rasgo criminal.
Cuando concluyó el libro, Juan Urbano estaba deprimido, pero también esperanzado. Si lo compró esa misma mañana fue porque había leído en el periódico la noticia de que ahora, sesenta y siete años más tarde, el pleno municipal del Ayuntamiento de Madrid, a propuesta de Izquierda Unida, había acordado dedicarle una calle a esas trece jóvenes, Luisa, Carmen, Martina, Blanca, Pilar, Julia, Adelina, Elena, Virtudes, Ana, Joaquina, Victoria y Dionisia, que muy pronto formarán el Arroyo de las Trece Rosas, un fragmento de la ciudad del que, con esta iniciativa, se ha limpiado la sangre que manchaba el sitio entonces horrible en el que fueron ajusticiadas.
A Juan Urbano, siempre atento a los detalles que empujan a la esperanza, le había llenado de alegría que esa decisión municipal se hubiese tomado por unanimidad, y le gustaron especialmente las palabras de la concejala de las Artes, Alicia Moreno, a la que perdonó que citase al constructor de unicornios Silvio Rodríguez, pero a quien le hizo mucho bien oír decir: "Es nuestro compromiso que no se borre la memoria". Qué estupenda, siempre con un pie más acá de la raya y tan Alicia en el país de los michavillas, o similares.
Lo cierto es que Juan Urbano preferiría que no tuviesen que existir calles de ese tipo, porque no dejan de ser el espejo de un horror, pero también sabía lo que siempre ha significado ese verso demoledor del poeta Gonzalo Rojas, "Historia, musa de la muerte"; de modo que si el espanto está ahí, es mejor que lo recordemos, para poder alejarlo, porque el único conjuro contra la impunidad es la memoria, y el olvido casi siempre está de parte de la muerte y de la injusticia. Imagínense, si hasta el vicealcalde Manuel Cobo, que tantas pegas le puso a la retirada de la estatua de Franco de Nuevos Ministerios, estuvo de acuerdo, aunque estuviera puntilloso. Qué buena noticia, por una vez. Juan se durmió de la manera más rara: orgulloso de un pleno municipal. Lo que hay que ver.
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