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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

El continente perdido

Retratos de Lenin, gimnastas de punta en blanco, las nuevas calles de Moscú que quieren ser modernas mientras Stalin asesinaba… Iconos, la abstracción, el realismo socialista de la era comunista. Todo está presente en la exposición '¡Rusia!', una impresionante muestra del arte de aquel país que llega ahora al Museo Guggenheim de Bilbao.

Antonio Muñoz Molina

Pasear por la enorme exposición que dedicó a Rusia el otoño pasado el Guggenheim de Nueva York y que ahora viaja al de Bilbao era como asomarse a un mundo paralelo, a un continente del todo ajeno al nuestro y sin embargo unido a él por afinidades y conexiones azarosas. En la competencia entre los museos por llamar la atención de la prensa y atraer al público y a los donantes, el Guggenheim optó hace años por el gigantismo, por la desmesura enciclopédica de las exposiciones o por los asuntos chocantes que despierten polémica excitando la irritación ya tan fatigada de los viejos defensores del Arte con mayúsculas.

El Guggenheim organiza exposiciones de motos o de trajes de Armani o se embarca en proyectos colosales que aspiran a la escala de un país o de un continente entero. En 2001, cuando acababan de caerse las Torres Gemelas, el Guggenheim erigió en su rotonda central un altar barroco traído de Brasil que llegaba a una altura de varios pisos, y que era, por tamaño y aparato, como un gran galeón en el que hubieran venido los cientos de esculturas, cuadros, tapices, figuras de santos y de ídolos que componían la exposición enciclopédica dedicada al país. El mareo de la sobreabundancia era exagerado por el movimiento en espiral que impone la rampa del museo. De la selvática proliferación brasileña se pasó hace un par de años al universo agobiante de los aztecas, en el que había momentos en los que la emoción estética no acababa de distinguirse del miedo físico ante los cuchillos de obsidiana, las pilas de recogida de la sangre de los sacrificios y las figuras entre animales y humanas con vísceras colgantes. En la guía de la visita, por cierto, se resaltaba la conocida barbarie de la conquista española, si bien en la información sobre las ceremonias aztecas de la extracción de los corazones de las víctimas se omitía el hecho de que éstas eran humanas, y la circunstancia de que estuvieran vivas, al menos durante la primera parte del ritual.

A veces, esas pinturas son un vaticinio de todas las mortandades que iba a sufrir Rusia
Obligados a retratar a Lenin, los pintores rusos ejercían su talento a pesar de la censura

El Guggenheim, museo de identidad algo desdibujada por comparación con el Metropolitan y el MOMA, ha optado por el modelo Wall-Mart: multiplicación de sucursales y oferta abrumadora, con una ambición de abarcar países enteros, lo cual tiene la ventaja añadida de que se obtienen fondos públicos muy abundantes de los Gobiernos de esos países, encantados de invertir en cuantiosas operaciones de imagen y en viajes de inauguración para dignatarios y séquitos.

Nuestra familiaridad con Rusia procede de la literatura, sobre todo la que va de Pushkin y Gogol a Isaac Babel, y se prolonga en los grandes disidentes. Tolstói, Dostoievski, Chéjov, son tan centrales en la cultura europea como Flaubert o Dickens. En la música, Chaikovski, Prokófiev o Shostakóvich nos resultan igualmente cercanos, y muchos de nosotros compensamos de jóvenes nuestra afición por el gran cine americano o italiano con el amor por las audacias visuales de Eisenstein. En las artes plásticas, Kandinsky y los vanguardistas son un capítulo obligado en la secuencia de la modernidad.

El resto, sin embargo, descubría uno viendo esta exposición, es un mundo lejano, como escuchar una música con normas melódicas y armónicas que a veces pueden parecerse a las nuestras, pero en las que basta una inflexión, una sola estridencia, para revelar de pronto una profunda extrañeza. Los iconos nos traen el recuerdo de una parte muy remota de la pintura occidental, que para nosotros queda más allá del primer naturalismo del gótico: pero esa iconografía de fondos de oro e imágenes hieráticas se prolonga en el universo paralelo de Rusia hasta casi lo que para Europa es la Ilustración. Una pesada intemporalidad bizantina nos aleja sin remedio de esos santos y cristos que fueron pintados con ortodoxia invariable mientras Giotto y luego los florentinos del Quattrocento y los pintores prodigiosos de Flandes iban descubriendo y conquistando la maravilla de la naturaleza tangible y de los rostros individuales. La sensación más poderosa es la de rareza: y también el desagrado de la monotonía. Poco a poco, según iba uno ascendiendo por la rampa en espiral del edificio de Lloyd Wright, el mundo paralelo iba haciéndose más reconocible, pero las zonas de extrañeza no llegaban a extinguirse del todo, o se acentuaban de nuevo más intensamente. Esos panoramas de ciudades dieciochescas nos recuerdan paisajes entre urbanos y bucólicos de la Europa inmediatamente anterior a la Revolución Industrial, pero de pronto unos trajes extraños, unas cúpulas bulbosas, nos sugieren un mundo que no es exactamente exótico, y ni siquiera pintoresco, sino sobre todo alejado del nuestro, con esa lejanía de los tiempos anteriores al ferrocarril, cuando los viajeros que llegaba a Rusia estaban más cerca de las exploraciones continentales de Marco Polo que de las familiares rutas europeas.

A veces, la melodía suena casi idéntica: esa Segadora de Alexéi Venetsianov, pintada en 1820, tiene la robusta belleza clásica y el cincelado de un retrato de Ingres. En otras ocasiones, la cercanía parcial del estilo coexiste con unos rasgos de distancia en los que no contamos ni con el recurso a lo exótico: ¿a qué mundo pertenece esa familia de hacendado en la que las figuras tienen algo moderno en la pincelada y el dibujo y a la vez algo de muy primitivo, o de una sátira cuya finalidad se nos escapa, con esas facciones caricaturescas de niños que parecen gnomos o máscara de carnaval en un cuadro de Ensor o de Solana? Una tormenta marina nos sitúa frente a la sugestión de un apocalipsis que no pertenece al orden de la naturaleza, sino al del delirio. Y ese campo de batalla en el que un pope bendice a los caídos se va revelando más monstruoso a medida que uno advierte los detalles: lo que parecía a primera vista una llanura sembrada de cadáveres se va convirtiendo en un paisaje en el que los cadáveres son todo lo que existe, ojos, bocas, miembros amputados, ojos, bocas, una extensión sin espacios vacíos, sin reposo para la mirada, como una inmensa gusanera que parece, más que el retrato de una carnicería real, un vaticinio de todas las espantosas mortandades que iba a sufrir Rusia durante el siglo XX.

Pero es fácil, recorriendo un panorama tan amplio, aventurar profecías sobre el pasado, imaginar que uno ve los hilos inevitables de la historia. El crítico de The New York Times escribió que ese cuadro tremendo de los remolcadores del Volga era en sí mismo un anticipo de la Revolución: lo que sorprende más, aparte de su maestría, es su extremada crudeza testimonial, para la que uno no encuentra equivalente en la pintura realista de Europa. Esos seres humanos, si acaso, tienen algo de condenados al infierno, porque en ellos no hay nada que alivie la extrema crueldad del trabajo y su tormento sin remedio. Por comparación con esos espectros, los comedores de patatas de Van Gogh, hasta los pordioseros de Goya, habitan en un mundo en el que no ha sido proscrita del todo la clemencia, en el que existe una posibilidad de descanso y de fiesta.

El más contundente realismo socialista es el de este Ilya Repin del que sólo conocemos este cuadro que no habíamos visto nunca antes y que ya no podremos olvidar. Comparado con él, el realismo soviético es de una blandura empalagosa, aunque es preciso confesar que uno se siente casi morbosamente atraído por su academicismo, por la sorpresa de una familiaridad con la que no contábamos, y para la que no nos habían preparado las reproducciones. Los placeres culpables del kitsch se nos mezclan con la fascinación por lo más tenebroso de una historia que los cuadros niegan, pero que las fechas revelan. Nueva Moscú, de Yuri Pimenov, muestra un paisaje urbano luminoso y moderno, como de portada de revista de modas o de cartel de un musical de Gerswhin: automóviles, edificios modernos, una chica de pelo corto, de espaldas, conduciendo un descapotable. Podría perfectamente tratarse de una ilustración de Chandler, que por aquellos años pintaba los murales de ninfas desnudas con peinados y labios rojos de coristas en las paredes del Café des Artistes de Nueva York. Pero resulta que Pimenov pintó su panorámica jovial de Moscú en 1937, justo en lo más siniestro del Gran Terror, en el periodo más sanguinario de las purgas de Stalin. Stalin sonríe, rodeado de camaradas respetuosos, devotos y joviales, los campesinos disfrutan de jornadas de fiesta al sol, en las granjas recién colectivizadas. La familiaridad va creciendo hasta que llega a la revelación de una semejanza indudable. Viendo ese cuadro de la lectura de la carta recién llegada del frente -el aire de bondad de los personajes, la caracterización detallada de cada uno de ellos, sus vestuarios, sus actitudes-, en lo que uno piensa no es en las directrices burocráticas y policiales del arte soviético, sino en las escenas, igualmente detalladas y banales, de Norman Rockwell. Los extremos se tocan, y la conformidad estética es más relevante que las diferencias ideológicas. En la Unión Soviética, Rockwell habría tenido mucho más porvenir que el comunista Picasso, y sin duda habría sufrido menos angustias que el atribulado Shostakóvich.

Reconozco que a la parte de la ingente exposición rusa a la que dediqué más tiempo el otoño pasado en Nueva York fue a la de la pintura soviética. Dejando aparte los placeres culpables, si uno es honrado y da crédito al testimonio de sus ojos, lo que reconoce es que entre los obedientes artistas soviéticos también había muy buenos pintores. Un artista español del siglo XVII tenía que pintar santos macilentos con ropajes de esparto, vírgenes, frailes extasiados. Sujetos a la obligación de pintar a Lenin, o a un grupo de jóvenes disfrutando saludablemente de un día de playa y disfrutando del orgullo del poderío militar de la patria soviética, o a los trabajadores encargados de construir una presa hidroeléctrica, los pintores rusos ejercían su talento a pesar de la censura y de las innumerables ortodoxias de la representación, no menos estrictas que las del arte funerario egipcio, aunque sin duda más esterilizadoras.

Ese retrato de Lenin, solo en una habitación, junto a una mesa llena de periódicos, concentrado en la lectura, con la cabeza baja, es de una solvencia admirable, muy superior a la de otras pinturas simplemente hagiográficas en las que Stalin sonríe como un tendero entrañable de Norman Rockwell. La calidad de los blancos, el modelado de volúmenes y sombras, la desnudez de las paredes, el brillo de la madera desnuda, son de una nobleza extraordinaria.

Víktor Popkov es uno de tantos nombres sobre los que uno carece de toda referencia, pero su retrato de grupo de los constructores de la central hidroeléctrica de Bratsk tiene mucho de obra maestra: las figuras austeras, cada una representativa de un oficio, y sin embargo llena de individualidad y de fuerza, el fondo oscuro, el paisaje lacónicamente enunciado, la gallardía, la dignidad solitaria y la sugestión de un esfuerzo compartido. Se trata de una pintura de principios de los años sesenta, pero difícilmente se le puede encontrar una semejanza con nada de lo que sucedía a este lado de Europa o en América en ese tiempo: hay en ella algo de la dignidad robusta de la pintura comprometida americana de los años treinta, pero ninguna semejanza agota su rareza, del mismo modo que su evidente ortodoxia ideológica no aminora su atractivo como obra de arte.

Igual sucede con ese cuadro de las tres figuras de espaldas, de Alexander Deineka, que toman el sol frente al mar y observan el vuelo de un avión. El mensaje es tan obvio como el de una pintura de cartujos decapitados de Zurbarán, pero carece de toda relevancia para un espectador de ahora, razonablemente despojado de prejuicios: la saludable vida al aire libre de la juventud soviética, el poderío industrial y militar del país logrado gracias a los planes quinquenales y a la omnisciencia de Stalin. Pero hay una desenvoltura, una inventiva visual que nos seduce desde la primera vez que miramos el cuadro y que nos recuerda la luminosidad de las escenas marítimas de Hopper: el horizonte, el mar entre azul y gris metálicos, los penachos blancos de las olas, las figuras de espaldas, el avión en el cielo.

En ese sueño de una vida moderna deportiva y resuelta, mejorada por los adelantos tecnológicos, libre de la necesidad y de la servidumbre, reconocemos nuestros mejores espejismos del siglo XX, los que resplandecieron más que nunca justo entre las dos guerras mundiales, en vísperas de la gran carnicería. Pero sobre esos espantos no dice nada la pintura: los han contado mucho mejor testigos y supervivientes, y son demasiado sombríos para que ni el Guggenheim ni casi ningún otro museo les dediquen una exposición.

La exposición '¡Rusia!', con el patrocinio de BBVA, se inaugura el próximo miércoles en el Museo Guggenheim de Bilbao. Podrá verse hasta el 3 de septiembre.

'Sirgadores del Volga' (1870-1873), de Iliá Repin. Pertenece al Museo Estatal de Arte Ruso de San Petersburgo.
'Sirgadores del Volga' (1870-1873), de Iliá Repin. Pertenece al Museo Estatal de Arte Ruso de San Petersburgo.

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