Francia es un arma de destrucción masiva
La protesta popular en Francia es un arma de destrucción masiva. En mayo de 2005 se cargó una Constitución, la europea, y un presidente, Jacques Chirac; en octubre siguiente, con la revuelta de la banlieue, fue la doctrine républicaine, fórmula hasta entonces bien probada de integración de franceses de distinta raza o cultura, la que quedó malograda; y hoy un tsunami de manifestantes amenaza al primer ministro Dominique de Villepin, que pretendía aplacar a los jóvenes con un contrato de primer empleo que más bien parece un certificado de primer despido.
Villepin se ha metido en un desolladero no apto para aristócratas, y con su contrato ha conseguido unificar hasta lo indescifrable; primero a los sindicatos que, gracias a su tentativa de reforma laboral, han recuperado un raro terreno de colaboración entre ellos, e incluso han podido poner pie en una jungla que siempre les había sido esquiva, la universidad; y ulteriormente tratan de federar a las juventudes más diversas: la de los estudios superiores, con un grueso de apellidos de la clase media de este viejo solar galo-romano, y la de los suburbios, que se ha sumado a las grandes manifestaciones del pasado fin de semana, como en una segunda vuelta de los enfrentamientos de octubre. Difícil pero inevitable convergencia de intereses entre dos juventudes que se miran con aprensión: los estudiantes quieren todo menos que la tercera generación de inmigrantes, ya franceses, trufen de guerrilla urbana su protesta, y éstos sufren tal índice de desempleo que ni siquiera ese contrato precario puede empeorar su situación.
¿Qué defiende esa juventud, airada por un contrato que la hinca de rodillas ante sus patronos? No, desde luego, un mayo del 68; todo menos la inspiración al poder; nada que huela a ideología en este mundo crepuscular europeo, sino una exclamación reservona y extenuada: ¡virgencita, virgencita, que me dejen como estoy!; o, lo que es lo mismo, que el Estado Providencia deje de retroceder ante el neoliberalismo pos-soviético; aquel que afirma que con el crecimiento de China y de la India, con su capacidad de producir a revientaprecios, el que no tire por la borda los derechos adquiridos, se quedará muy pronto sin todo lo que tenía por tan duramente conquistado.
¿Puede haber algún superviviente de esa pelea de trinchera? Hay quien piensa que, si cae Villepin, sólo puede ser la némesis de Chirac, el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, el que herede la candidatura de la derecha a la presidencia de la República. El sucinto entusiasmo con que los subordinados de Sarko se muestran solidarios con la acción del primer ministro, nos recuerda que siempre hay alguien dispuesto a hacer de enterrador. ¿Pero sobre qué campo de ruinas? ¿Para gobernar qué Francia? ¿Un país, como se dice, de funcionarios y jubilados?
De la II Guerra Mundial a la fecha no ha dejado de ahondarse en el mundo entero el foso entre los que tienen y los que no tienen. Los grandiosos planes de aquella verticalidad de ayuda al necesitado que se llamó eje Norte-Sur, no cambiaron las cosas. La desaparición de la URSS, que facilitó la extensión de las doctrinas neoliberales, acreditó la idea de que en vez de tanta ayuda, lo que hacía falta era comercio libre para que circulara la prosperidad; primero había que agrandar la tarta y luego repartirla mejor. Pero en el Tercer Mundo nunca vio nadie la tarta, mientras que el neoliberalismo hundía más a los que ya lo estaban y no sacaba a nadie del pozo secular.
Francia es el país que más se ha resistido a instalarse en la precariedad laboral para ganar en competitividad. Y se le ha tachado por ello de corporativista y anacrónica. Sólo ha faltado que se recordara la aleluya de Weber sobre la superior capacidad de los protestantes para crear riqueza. Pero hasta los mejores hijos del hexágono dudan. Eric Le Boucher, cronista de Le Monde, habla de que en su país se prohíbe el éxito. ¿Es posible que la única respuesta al problema sea que resultemos todos más baratos?
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