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COLUMNISTAS
Columna
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Más postales damascenas

Damasco es una ciudad en cuyo centro todavía podemos hallar calles agrupadas por gremios, como en los zocos. Si alguna vez me pierdo, impelida por una obsesión que arrastro desde la infancia, será entre las calles de Damasco que reúnen todas las papelerías-librerías de la ciudad, una tras otra, con sus escaparates repletos de cuadernos, tacos de calendario, asunto de escribir en general, calculadoras, reglas de cálculo y otras fascinantes criaturas que se las han compuesto para que su magia continúe operando sobre nosotros cuando ya somos adultos.

El nombre de la calle principal del gremio de las papelerías, la más atiborrada de vitrinas tentadoras, es Bachar Ibn Bourd. Pero les resultará más fácil orientarse si les digo que es la misma, sinuosa y algo empinada, por la que se accede al mercado de artesanía contiguo a la mezquita otomana de Takiye, también conocida como Sulemainya, y al Museo del Ejército, a su vez vecino del Museo Nacional de Arqueología. De modo que si son ustedes fanáticos del encanto inmarchitable de la papelería, cuando salgan de realizar sus compras a los artesanos de la plata y el cuero, háganlo por el lado opuesto a los jardines do moran antiguas piezas de combate, y en vez de tomar un taxi dirijan sus pasos cuesta arriba.

Tienen que pasear hasta que encuentren, a la izquierda, la oficina central de Correos, todavía por ahí siguen las tiendas que nos interesan, y, enseguida, giren a la izquierda y bajen por la atronadora y vitalísima arteria llamada Port Said. Aquí los negocios se van pasando al mundo de la técnica y hasta de las tecnologías, modestamente. Ya cerca del encantador hotel Cham Palace, en cuyo patio canta una fuente de mármol, y desde cuyo techo elíptico de cristal se despeñan lianas de plantas de todo tipo; ya cerca, digo del cosmopolita orientalismo del Cham, los comercios empiezan a vender prodigios de la técnica que provocan fascinados asombros.

Entré hace poco en una de esas pequeñas tiendas con la intención de adquirir una tarjeta de memoria para mi cámara digital. Mi amiga María Ángeles y yo tuvimos que sentarnos a esperar, porque el dueño estaba ocupado con otros clientes, y eso nos convirtió en testigos de una deliciosa escena. Eran un matrimonio joven, veintipocos, y reciente, a juzgar por el aura de timidez que les envolvía. Él, muy guapo, parecía pertrechado con todos los avíos del oficialito que ha pasado temporadas en Líbano ahorrando gran parte de la paga, y que ha gastado algo en un ajuar de moderno en versión modesta: cazadora peluda sintética, gorra de visera, enorme falso Rólex. Ella, discreta como una amapola fuera del campo, lucía una galabiya de tela tejana, que aquí vuelve locas a las muchachas, tanto si lucen velo como si no. Se cubría el cabello con un pañuelito rosa algo transparente.

El joven discutía con el dueño, y daba vueltas a un artilugio que, al principio, tomamos por una maquinilla de afeitar eléctrica. Lo era. Pero no para él. Amabilísimo, el recién casado nos contó que era una máquina de depilar "que voy a regalarle a mi esposa", dijo, mostrando con la otra mano un crujiente billete nuevo de 100 dólares. "Porque si en el cuerpo de un hombre el vello queda bien, no así en el de la mujer", sonrió, juicioso. Yo asentí, sonriendo aún más porque estaba recordando exactamente la zona epidérmica que gustan de ver bien afeitada e incluso con dibujitos en el parterre. La muchacha, cabeza baja, también sonreía. Entonces el joven, a quien había puesto al corriente de los motivos de mi viaje, es decir, que ya existía entre nosotros una confianza, dijo:

-Debería usted comprarse una depiladora.

-A mi edad, hijo -respondí-, una va perdiendo el pelo.

Me arremangué la pernera del pantalón, y le mostré la pantorrilla.

-Aquí, y en todas partes -agregué.

A la muchacha le entró un ataque entre de tos y de risa, y él (primera pantorrilla desnuda de pre tercera edad) se limitó a musitar: "Ah, vaya".

Poco después se fueron, y yo compré lo de los megas o como se llame.

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