La ambición y el control científico
El autor, profesor en la misma universidad que el coreano Hwang, reflexiona sobre el doble papel de la ambición como motor
El veterinario coreano Hwang Woo-suk se inventó dos artículos en Science, una de las dos revistas científicas más influyentes del mundo. Y la invención ocurrió, nada menos, que en el área de investigación de las células madre. Esto supone un insulto para muchos: para todos aquellos con enfermedades incurables que han escuchado durante años que esas investigaciones pueden resolver su dolencia a largo plazo; para los que han luchado por esa investigación contra administraciones poderosas; y para los médicos y científicos que pretendemos que los pacientes, las industrias farmacéuticas y los demás investigadores tomen en consideración nuestro trabajo publicado. ¿Nos creerán ahora?
No conviene dejar la responsabilidad de la veracidad de los datos sólo en manos del autor
Unos días después de que el segundo trabajo de Hwang se publicara, allá por mayo del año pasado, me encontré con uno de los investigadores del área en Singapur. Mi amigo estaba triste. Me mostró el artículo de Hwang diciendo: ¿Y ahora qué queda por hacer? Y es que en ese momento (antes de que se conociera el fraude) estaba claro que Hwang lo había conseguido y que, a partir de ese momento, la investigación con células madre sería una mera aplicación de ese trabajo seminal a cada enfermedad específica. La gloria científica ya estaba alcanzada.
El fraude de Hwang no es único. Poco después se conoció el del noruego Jon Sudbo, que se inventó una base de datos completa. El primero que yo recuerdo haber oído, todavía siendo estudiante de Medicina en Leiden, fue el del australiano William McBride, que había demostrado, a principios de los años sesenta, la relación entre la talidomida y las deformidades en las extremidades. En los años ochenta intentó algo parecido con otro fármaco, la escopolamina, pero en esta ocasión se demostró que "había cambiado y exagerado sus resultados" para demostrar su hipótesis. Mientras tanto, el público se pregunta: ¿Cuántos McBrides, Hwangs y Sudbos se han salido con la suya? ¿Cuántos ambiciosos sin escrúpulos se han dedicado a inventar datos inexistentes?
El proceso que lleva a un artículo de impacto es complicado: una serie de experimentos que prueban una hipótesis y otros que refutan la contraria. Pero ¿se publican todos los experimentos, o sólo aquéllos que permiten demostrar la hipótesis final? ¿Demuestran la hipótesis los resultados que se publican, o es la forma que el autor tiene de presentarlos lo que la demuestra? ¿Hasta qué punto se obvia lo que pudiera inducir al lector a poner todo el trabajo en entredicho? Estas preguntas, que son lugar común en el proceso científico, están muy lejos del fraude, pero revelan que la investigación tiene muchos tonos entre el blanco y el negro. De hecho, el investigador debe dedicar buena parte de su atención diaria a decisiones e interpretaciones más relacionadas con la ética científica que con el conocimiento puro.
De donde se deduce que no conviene dejar la responsabilidad sobre la veracidad de los datos y su correcta interpretación en las manos exclusivas del autor del manuscrito. Por ello, las revistas científicas tienen un sistema de revisión por pares que permite a otros científicos, sin relación con el trabajo pero expertos en la materia, ayudar al editor a tomar una decisión sobre la idoneidad de publicarlo. Este proceso de revisión es fundamental por una razón: es humano que el investigador crea ciegamente en sus propias hipótesis. Para eso están sus pares (rivales aunque nunca enemigos), que se encargan de desmontar las las teorías más hermosas. Así se construye el progreso científico, con la discusión abierta, a veces acalorada, pero siempre honesta de los resultados.
Pero los últimos acontecimientos nos han demostrado que este sistema puede ser adecuado para sopesar la relevancia de los descubrimientos y la calidad técnica de los experimentos, pero no para demostrar su veracidad. Este sistema, además, incluye una conditio sine qua non que no siempre se acepta de buen grado por el autor, esto es, que uno tiene que enseñar sus descubrimientos a otros (por lo general competidores en la carrera por ser el primero).
Y el autor se pregunta: ¿aceptarán los competidores de buen grado recomendar la publicación de un artículo que ellos podrían haber publicado? ¿Serán objetivos en sus consideraciones? Y, en general, ¿podemos confiar nuestros descubrimientos a nuestros colegas competidores? Algo así se preguntaba Manuel Perucho, hace ya algunos años, sobre su descubrimiento de un nuevo mecanismo genético en el cáncer de colon (véase EL PAÍS del 11 de junio de 1993: Perucho publica en 'Nature' su trabajo sobre el cáncer de colon, un descubrimiento en disputa), acaso la contribución más importante al conocimiento de este cáncer en los últimos 15 años, cuando vió su trabajo publicado por otro en quien quizá no debía haber confiado.
En todo esto pensaba cuando caminaba, una mañana de verdadero calor tropical, a través de la Biópolis de Singapur, la mayor concentración de investigación biomédica de excelencia en esta zona del mundo. Y en ello estaba cuando me encontré con mi amigo, el científico triste de las células madre, que ya no estaba triste. El fraude de Hwang ya se había descubierto, y la carrera por ser el primero estaba abierta de nuevo. Y la ambición, acaso el motor más importante para el progreso científico, volvía a asomar en el rostro de mi amigo (y, seguro estoy, de muchos otros científicos).
De las múltiples noticias que he podido leer sobre el caso Hwang, hay una reflexión que no he leído: ha sido la propia comunidad científica quien ha sacado a la luz el fraude y lo ha resuelto con bastante prontitud. Y acaso sea ésta una buena noticia para el método científico, que continúa siendo el mejor instrumento que conocemos para explorar la realidad y construir salud y bienestar.
Manuel Salto Téllez es profesor de Patología en la Universidad Nacional de Singapur.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.