El gatazo
Uno de nuestros munícipes, andaba por Madrid hace 10 años, con motivo de la inauguración de la retrospectiva de Balthus en el Reina Sofía, en la que se pudo ver una de las versiones de Le chat au miroir, que representan a una jovencita, vestida o desnuda, contemplándose en un espejo de mano, y siendo a la vez contemplada por un gato silencioso, parecido al gato negro que está a los pies de Olimpia, en el famoso cuadro de Manet tan escandaloso en su día; ese munícipe, digo, fue informado de la opinión de Guy Davenport, que en su librito sobre Balthus asegura que la presencia del gato en esos cuadros enigmáticos, turbadores, tiene una función mágica, pues el animal "absorbe todo el mal, dejando que la inocencia llene el espacio" del cuadro. Bien podría ser, aunque Balthus amase a los gatos, que eran para él seres totémicos. Ya muy entrado en años, colocaba sus representaciones de nínfulas en el terreno espiritual y las definía como ángeles, como apariciones. "La gente se piensa que se trata de erotismo, pero es perfectamente absurdo, pues mi pintura es esencialmente religiosa". Como en otras pinturas el macho cabrío, el mono juguetón y estúpido, o el sapo viscoso, en varias últimas cenas del Renacimiento italiano, el gato suele estar debajo del banco donde se sienta Judas, el apóstol traidor, que lo mira con expresión torva, como si por fin comprendiera el triste papel que le toca representar, mientras sujeta la bolsa de las 30 monedas a escondidas de los demás. También aparece en alguna Anunciación, como la de Lorenzo Lotto, que acabo de ver en una guía de la pinacoteca de Racanati, la ciudad de Leopardi; la Virgen está en su casa, de cara al espectador, asustada y dando la espalda, como si le asustasen, al ángel y a Dios padre, a quien vemos a través de la puerta abierta asomando de una nube, mientras abajo un gato atraviesa corriendo la estancia, ahuyentado por las extrañas visitas. Podría ser un gato doméstico, naturalmente espantado ante apariciones de semejante envergadura, y puede cumplir también la función simbólica aludida: "¡Exit nunc, Zabulon!", sal ahora mismo, Zabulón, parece decirle Dios desde la nube, igual que se lo dijo uno de sus representantes en la tierra, el padre José Antonio Fortea, autor de la Summa Daemoniaca y de Demoniacum (Belacqua), durante uno de sus últimos exorcismos. "¡Sal ahora mismo, Zabulón! ¡Te espera la condenación eterna, no hay salvación para ti!". Y rechinando de dientes pero sin decir palabra, porque es mudo, Zabulón salió por fin del cuerpo de la endemoniada, no sin que antes saliesen los otros seis diablos que se habían instalado cómodamente en su alma, a modo de okupas; como los capitanes de los barcos que se hunden, en los cuerpos de las endemoniadas "siempre el jefe se queda el último".
Nadie ignora que el mal no es una abstracción, sino una fuerza activa, y el mayor triunfo de su príncipe, y causa para él de suma alegría, es hacernos creer que no existe. Pero lo que es a mí no me engaña, pues le he visto ya dos veces, clara y distintamente: la primera, a media mañana a principios de un verano, le sorprendí en una alta ventana de la calle de Aragó, lado montaña, entre paseo de Gràcia y la Rambla de Catalunya, contemplando el atasco del tráfico con la boca torcida en expresión de infinita repugnancia y crueldad, y no pude observar más porque en seguida mi taxi se puso en marcha. La otra vez le vi de espaldas, al anochecer, en Can Tunis, bajo la engañosa apariencia de un patriarca gitano, con el gabán negligentemente echado sobre los hombros y un bastón; salía de una de las últimas chabolas que quedaban en pie, para inspeccionar aquel sombrío paraje por donde deambulaban los muertos vivientes. Me habría gustado comentarle estas apariciones a Perucho, que no las habría echado en saco roto, pues él creía en casas encantadas y seres endemoniados, entre los cuales contaba a Salvador Dalí desde el día en que lo vio por televisión observando el entierro de Gala en la cripta de Púbol: con perfecta seriedad y muy alarmado me explicó que el pintor estaba poseído por el Misterium Iniquitatis.
Si ese Misterium no me engaña a mí (¡te conozco, mascarita!), menos engañó a aquel munícipe tan listo que vio la retrospectiva Balthus y luego se dio un paseo por los jardines del Retiro y allí vio el monumento de Bellver al ángel caído, motivo escultórico, que yo sepa, único en el mundo, y entre tanta visión diabólica se convenció de que a nuestra ciudad le convenía también un monumento exorcizador. Actuó en consecuencia, y ahora tenemos el gato de Botero, que ha ido avanzando poco a poco hasta su actual emplazamiento en la Rambla del Raval, ese gato enorme y malhumorado, frío al tacto, con la piel tersa y suave como la superficie del acero, con la cola extendida igual que en el gato filiforme de Giacometti en el que obviamente se inspira. Se parece al gatazo diabólico que Bulgakov describe con detalle en su novela: "negro como el hollín o como un grajo, y con un bigote desafiante como el de los militares de caballería". El bigote, por cierto, se lo han recortado con sierra radial, no fuera a sacarle un ojo a un niño. No está ahí para gustarle a nadie, sino para absorber, como la esponja davenportiana que es, el mal de la ciudad, dejando que la inocencia llene el espacio.
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