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De las ambulancias como metáfora

Manuel Cruz

A Esperanza

Necesité un rato para darme cuenta de que podía pasear tranquilamente. Llevaba unos diez minutos en la calle, a paso vivo, y los había ocupado en su totalidad en pasar revista a las tareas recién finalizadas o a las que me aguardaban, pendientes de llevar a cabo en los próximos días. No le había dedicado ni un solo segundo a lo único que, efectivamente, estaba haciendo en aquellos momentos: caminar por la ciudad. Por suerte, una imagen captó mi atención. Una imagen insignificante, sin mayor trascendencia, pero que tuvo la virtud de arrancarme de mi absorta y aplicada actitud. Una chiquilla de edad difícil de precisar -tal vez en la inminencia de la adolescencia-, paseaba del brazo de su abuela. Ambas portaban un semblante serio, aunque la expresión de la niña denotaba -cosa que me sorprendió- mayor preocupación. Tenía, efectivamente, mal aspecto y pensé que debían de venir del médico. Supongo que lo pensé por asociación de ideas, porque me acordé de mí mismo y de mi extraña sensación, a medio camino entre el descubrimiento y la transgresión, el día en que, siendo niño y por la misma razón (tener que ir al médico), me di cuenta de que, por vez primera en toda mi vida, estaba en la calle en horario escolar y podía contemplar, a plena luz del día, en qué se ocupaban los adultos durante las horas que yo permanecía encerrado en el colegio.

Pero a lo que iba. La evocación, vagamente proustiana, de mi infancia tuvo la virtud de devolverme al mundo real, a ése que transcurre ahí afuera, ajeno a las preocupaciones particulares de cada cual. Miré a mi alrededor y lo que entonces pude ver no me resultó extraño: un paisaje de gentes apresuradas -como yo mismo apenas un momento antes-, en su mayor parte hablando a través de un teléfono móvil. La contemplación de tanto frenesí comunicativo me dio que pensar. Resulta chocante, ciertamente, comprobar el enorme volumen de recursos verbales que se desperdician en informar a otros de episodios que muy probablemente a éstos les traen sin cuidado. Pero más chocante (y preocupante) debería resultar el efecto de ensimismamiento, de enrocamiento en el propio yo, que tan exagerada disponibilidad para la comunicación provoca. En perjuicio, digámoslo ya, de la atención al mundo exterior, a los estímulos que éste sin cesar nos manda, a las incitaciones que nos plantea y, tal vez, sobre todo, a los requerimientos que nos hace. Capítulo este último en el que debería ocupar un lugar preeminente la atención hacia lo que les pasa a los demás, especialmente si eso que les pasa afecta a su bienestar. A mí consiguió arrancarme por un instante de mi autismo el semblante preocupado de aquella chiquilla, pero lo normal es que se necesite un gran estruendo para sacarnos del encierro en nuestra individualidad.

De ahí el título del presente artículo. Las ambulancias constituyen una metáfora, bastante precisa, del tipo de presencia que tiene el dolor en nuestra sociedad o, para ser más exactos, en nuestras grandes ciudades. Pasan veloces, con sus sirenas ululando, como un fugaz recordatorio de los padecimientos ajenos. Por unos instantes, la evidencia resulta casi insoslayable: difícilmente podemos dejar de preguntarnos, cuando nos vemos obligados a detenernos en el paso de peatones -a pesar de tener el semáforo en verde- o a echar a un lado nuestro vehículo, quién irá ahí dentro, qué pensará esa persona o la que la acompaña y que en estos mismos momentos, tomando su mano, intenta tranquilizarle, asegurándole, mientras acaricia su frente, que ya falta poco para llegar, que ya verás como todo se arregla, que se te pasará enseguida, que aquí vas a estar bien atendido... Pero dura poco nuestra atención hacia esos personajes sin rostro. De inmediato, el coche de detrás nos apremia para que aprovechemos a seguir, antes de que cambie a rojo, o el decidido paso adelante de los otros peatones que están a nuestro lado se encarga de recordarnos que teníamos alguna cosa importante que hacer, y que conviene que nos apuremos.

No pretendo plantear la enésima denuncia por la insensibilidad de nuestra sociedad (tan deshumanizada y materialista ella), uniéndome al nutrido coro de los que se lamentan por el hecho de que no tengamos suficientemente presente el padecimiento ajeno. Sería incluso contradictorio sostener semejante cosa cuando, con total seguridad, este mismo periódico que el lector tiene ahora en sus manos dedica bastantes de sus páginas a informar puntualmente de una gran variedad de dolores y sufrimientos. Pero parece claro que son los aquí referidos dolores y sufrimientos que han devenido abstractos. Que han terminado, incluso, por convertirse en mera munición para los combates dialécticos entre posiciones políticas o filosóficas (en los que no ya sólo las muertes, sino en general los padecimientos de los nuestros son utilizados, con un cierto punto de obscenidad, para cargarnos de razón). Frente a tanta grandilocuencia, el sufrimiento concreto, real, de esa persona enferma, atemorizada ante su inmediato futuro y preocupada por lo que va a ser de los suyos si todo va mal, apenas nos perturba unos segundos.

Alguna lección valdría la pena extraer de todo esto. Porque es la tabla de valores con la que funcionamos, la trama de prioridades en la sombra (¿incluso para nosotros mismos?) sobre la que descansa el grano menudo de nuestras decisiones cotidianas lo que parece necesario poner en cuestión. Un último ejemplo para intentar dejar algo más claro lo que he pretendido decir. En las residencias para la tercera edad los residentes más envidiados no son los que gozan de mejor posición económica. Tampoco los más agraciados físicamente o los de mayor encanto personal. Ni siquiera los que disfrutan de un mejor estado de salud, aunque eso cuenta mucho, desde luego. Los más envidiados por sus compañeros de residencia son aquéllos a los que alguien les viene a ver con alguna frecuencia, siendo tanto más envidiados cuantas más visitas reciban. Cuando la vida va tocando a su fin, aquellos valores en apariencia tan sólidamente establecidos y unánimemente compartidos que parecían sostenerla -el dinero, la posición social, el trabajo gratificante...- se van volatilizando y sólo queda, como frágil esqueleto que a duras penas mantiene a muchos en pie, la esperanza de que alguien aparezca por esa puerta, les mire a los ojos, les sonría y les diga, simplemente: "Me alegro de verte". Pensamos poco en lo que más importa, creo yo.

Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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