Barberos, peluqueros y estilistas capilares
Unos y otros se dedican a cortar el pelo a caballeros. Esto es un recorrido por las gamas de un oficio singular. De tradición a innovación.
01 La emancipación capilar de Andrés
Cuando a una madre se le mete algo en la cabeza es difícil sacarla de sus trece. Y la madre de Andrés Primakov decidió que a su hijo le quedaba bien el pelo estilo casco. Así que Andrés pasó su infancia avergonzado de ese corte de pelo que parecía hecho con una palangana como molde.
A los 12 años, Andrés entró por primera vez solo en aquella peluquería de las afueras de Chicago donde solía llevarlo su madre. Aquella vez iba a ser él quien decidiera. Se sentó en la otrora temida silla y solicitó un corte apurado y que le dibujaran unas rayas en la cabellera con la maquinilla. El barbero escuchó, se disculpó y se retiró unos instantes. Se fue al mostrador y llamó a la madre, que se presentó como un rayo para desbaratar los planes de su hijo. El primer intento de emancipación capilar de Andrés había fracasado.
Al cumplir los 20, Andrés se instaló en el madrileño barrio de Chueca, donde montó una tienda de ropa. Y ahí sigue, con 26 años y rebelándose contra la monotonía capilar de su infancia. "Supongo que como reacción a aquello, ahora me gusta variar", cuenta. "Llevo cortes de pelo que sorprendan. Y por eso vengo aquí".
Andrés está en ¡Juan, Por Dios!, una peluquería de moda de Madrid. Un establecimiento unisex montado hace seis años por el almeriense Juan Belmonte y su socio argentino Guillermo Lynch. Cuando abrieron, el 70% de sus clientes eran hombres. Hoy, las mujeres han ganado terreno.
Las pulseras de plata y los largos collares de semillas de Juan repican rítmicamente alrededor de la negra cabellera de Andrés. Juan, de 32 años, sujeta con una mano el peine, y con la otra, la tijera. En la cartuchera de cuero que lleva amarrada a la cintura de sus bombachos, el resto de herramientas: tijera corta (para definir y despuntar), peine corto, peine de desenredar, navaja clásica, navaja japonesa y brocha quitapelo.
Antes, Juan trabajaba en una discoteca a las afueras de Almería. Allí ayudaba a sus compañeras a arreglarse el pelo. "Ellas me apuntaron por sorpresa a una academia de peluquería. Me gustó, y hasta hoy". Hoy, Juan gestiona un "multiespacio" en el que, además de cortar, se venden complementos, revistas y se exhibe arte. Tiene 20 empleados y a veces hay que pedir hora con una semana de antelación. Atiende, a unos 20 euros el corte, a clientes de 25 a 45 años, muchos de los cuales piden extensiones o teñidos. Algo que, afirma, se ha normalizado.
Juan observa que los chicos van a la peluquería por tres motivos: "Uno es el higiénico: cuando la gente te dice que tienes que cortarte el pelo. Dos, el depresivo: te da un bajonazo y renuevas el armario o cambias de corte. Y tres, porque tienes un acto en sociedad o has encontrado pareja y quieres estar guapo. Es muy importante detectar cómo viene el cliente. Y ahí es donde entra lo que llamo el pelucólogo. Lo que nosotros hacemos es un estilismo. Hay clientes que llegan a Madrid de una forma y al año han cambiado totalmente. Me gusta pensar que nosotros contribuimos a ese cambio".
El sonido del velcro de la capa indica que Juan ha terminado con Andrés Primakov. El cliente se mira satisfecho en el espejo. Se despide de su peluquero y sale a la calle con un bonito peinado asimétrico, con flequillo y raya a un lado. Ni rastro del pelo casco con el que le gustaba verle a su madre. Cosas de la emancipación capilar.
02 Historia de una silla
La diferencia está en las sillas. Ocho espectaculares piezas de mobiliario industrial construidas en Estados Unidos en 1925. Madera, hierro, porcelana y una superficie de rejilla para que descanse cómodamente el cliente. A un lado, en la base, una gruesa palanca activa un mecanismo hidráulico para regular la altura. Un pequeño cabezal forrado de cuero se coloca en el respaldo para que el cliente apoye la cabeza. En el macizo reposapiés de hierro resiste a la erosión de los años la firma del fabricante en letras sobrias: Koken.
"Peluquerías de caballeros como la nuestra, con cinco trabajadores, ya casi no existen. Ahora son mixtas. Es decir, peluquerías de mujeres que también cortan a hombres. Se nota en las sillas, que son más bajas". Quien habla es Luis Miguel Mansilla, de 44 años, empleado de la peluquería Luis Martín, en el barrio de Argüelles de Madrid. Con ochenta años de historia, ésta es una de las más antiguas de la capital.
Luis Miguel heredó el oficio de su padre. Con 14 años empezó a trabajar en su peluquería de San Fernando de Henares. "Antes, éste era un oficio que se aprendía de padres a hijos", recuerda. "Ahora, todos van a academias, y allí les enseñan los dos cortes: de caballeros y de señoras. Por eso la peluquería de caballero es una profesión en extinción".
Los cinco peluqueros de Luis Martín atienden a una veintena de clientes al día. Un corte cuesta 8,50 euros; con lavado, 13. "Antes, los hombres venían a la peluquería cada quince o veinte días", explica Luis Miguel. "Ahora vienen cada mes y medio o dos meses. Y los afeitados casi han desaparecido. Pocos piden que se les afeite con navaja. Ahora se cortan el pelo y se van. La gente quiere rapidez".
En las sillas de esta vieja peluquería han reposado traseros de todo tipo. "Un cliente puede elegirte por llamarte como él, por ser de su equipo o porque le gusta cómo le dejas", cuenta Luis Miguel. "Hay clientes a los que llevo cortando el pelo veinte años".
La peluquería Luis Martín no vive sus tiempos más prósperos, pero los ha superado peores. Que se lo pregunten a las sillas, que en su azarosa vida han sufrido hasta un secuestro. O algo así. "Durante la Guerra Civil, la peluquería fue intervenida por los republicanos y las confiscaron", asegura Luis Miguel. "Se las llevaron a un almacén. Cuando se dio la vuelta a la tortilla, las recuperaron". Y aquí siguen, inmutables, varias vueltas de tortilla después.
03 El viaje de Younes
En lo alto de la pared, cubierta por un enorme espejo, preside la habitación un mapa político de Marruecos con la ciudad de Tánger subrayada. Un poco más abajo, pegado en el espejo, un pomposo diploma escrito en francés da fe del oficio del patrón: "Younes Zaari. Instituto de París de la Peluquería Moderna. Peluquería Hombres. 3-3-1997".
Un cartel en el exterior, escrito en español y en árabe, indica que nos encontramos en Los Amigos, una peluquería de caballeros de la calle de Sombrerete, en el barrio madrileño de Lavapiés.
Su propietario, Younes Zaari, nació en Tánger hace 28 años. Allí empezó a cortar el pelo a los 16 en la peluquería de su hermano. Hace siete años, después de pasar una temporada en Francia, Younes y su hermano se instalaron en Madrid. Ahora poseen una pequeña cadena de peluquerías: una en Tánger, otra en Lavapiés y otra más en Legazpi. "En Lavapiés somos muchos extranjeros", explica Younes. "Por eso abrí aquí. Casi todos mis clientes son de Marruecos, del norte de África, de Senegal o latinos. Aunque también viene algún vecino español". "La competencia en el barrio es dura", cuenta, "pero nos llevamos muy bien".
De su clientela multicultural, Younes ha aprendido un abanico de cortes, que realiza al módico precio de siete euros. "Los latinos se hacen cortes especiales", explica. "Es muy popular entre ellos uno que se llama semihongo, y también la cresta o el cepillo. Los senegaleses también tienen sus propios cortes, como el black o el nell. Y los marroquíes se lo dejan como yo, cortito".
En un barrio con una población inmigrante cercana al 25%, con jóvenes que llegan a diario sin saber ni una palabra de español, los locales regentados por paisanos son un valioso punto de referencia. "Tienes que hablar con la gente", explica Younes. "Les cuentas cómo hacer con los papeles, con el Gobierno, etcétera. El peluquero tiene mucha información útil para los inmigrantes".
04 El precoz señor Fajardo
Con las primeras luces del día se apagan los neones azules de la fachada de la peluquería de caballeros Parra. La jornada empieza temprano en este establecimiento con cuarenta años de historia en el barrio de Chamartín. Dentro, los peluqueros se preparan para otro día de trabajo. Se ponen sus camisas azules y sus pantalones de pinzas de color gris oscuro. Son las ocho de la mañana.
Sobre el mostrador, un cuaderno abierto organiza la apretada agenda de la jornada. En el eje vertical, las horas; en el eje horizontal, los peluqueros. En la sala de corte esperan las sillas vacías. Unos pequeños letreros dorados indican el puesto de cada peluquero: Sr. Monge, Sr. Lorente, Sr. Samuel, Sr. Arias, Sr. Pulido, Sr. Sotos, Sr. Luque y Sr. Fajardo. Por sus manos pasan cada día unos 150 clientes. Gente de las finanzas, diputados, ministros y hasta presidentes del Real Madrid. Señores con poco tiempo, que reservan por teléfono con su peluquero de confianza para un corte a tijera (13 euros), un afeitado (12), una manicura (12,50 euros) o una pedicura (26).
Pero aquí el sábado es el día de los niños. A las once de la mañana, la peluquería bulle en actividad. El trasiego de padres y madres con hijos es constante. En los sofás de cuero negro de la entrada, los niños esperan como ovejas al esquilador. Las chicas con uniforme blanco les ofrecen refrescos y chupa chups.
Más o menos la edad de esos niños tenía Celedonio Fajardo cuando empezó a aprender el oficio en la peluquería de su padre. Ocho años. "Me tenía que subir a una banqueta para ver cómo cortaba el pelo", recuerda.
A los 12 años, Fajardo ya era peluquero. Sabía cortar y afeitar. Y a los 17 se marchó de su pueblo de Extremadura y vino a Madrid. "En aquella época se trabajaba por el día en una peluquería y por la noche ibas a perfeccionar el corte a la academia sindical", cuenta. Todo el día cortando el pelo a los hombres. Durante cincuenta años. Miles y miles de cortes.
Una elegante mujer joven entra en la peluquería con tres hijos y una hija. Antes de salir a hacer unos recados da instrucciones precisas de carrerilla a la señora del mostrador. Los tres niños miran a su madre desde abajo con caras de susto. Ni que decir tiene que la hermana está mucho más relajada. Una chica con uniforme blanco les quita los pequeños abrigos y les sienta con los demás clientes.
Cuando la madre vuelve, Fajardo termina de pelar al último de sus hijos. Es el pequeño, que se levanta de la silla repeinado con la raya a un lado. "¿Pero has visto qué guapo te ha dejado? Pareces un pequeño señor", le dice su madre. Él no está convencido. "Ahora te toca a ti", le dice a su hermana. Ella sonríe. "No", dice con seguridad. Hoy no le toca. Esto es una peluquería de chicos.
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