Aires nuevos
Todo cambia para seguir igual. Hoy se recupera a los nuevos románticos. Mañana, a los vaqueros de Brokeback mountain. Como en el siglo XX. Una época en la que, según el autor, aún vive la moda. El XXI todavía busca sus propias definiciones.
Antes de que estallara la temporada de primavera-verano de 2006, Karl Lagerfeld, káiser de todas las tendencias, decidió calificar a Diana Vreeland, la emperatriz de la moda durante el siglo XX, como la más absoluta boba de todos los tiempos. En una entrevista-tsunami, ataviado en su perenne uniforme de dandi germánico adelgazado, Lagerfeld consiguió cargarse de un golpe el hasta entonces inamovible sentido del chic, el glamour, la elegancia y el estilo, que siempre han ido de la mano con el nombre de esta señora. La lectura que los fanáticos de Lagerfeld hicieron de sus acusaciones es que la extraña amalgama de chic, glamour, estilo y moda pertenecían al siglo XX.
El siglo XXI necesita sus propias definiciones. ¿Cómo podemos mirarnos en el reflejo de Audrey Hepburn cuando confesas de su estilo, como Ana Obregón y Victoria Beckham, no hacen más que alejarse, entre ellas y de su musa original? El mismo Lagerfeld acude a la boda de la hija del zar del lujo, Delphine Arnault, vestido como si fuera un oficial de alguna fragata de Transilvania. Y el eterno enfant terrible de la moda, John Galliano, va como un corsario inclinado al satén. Cuando se encuentran en la fiesta, ambos disparando flases para los novios, la imagen genera angustia: ¿Todos los rebeldes del siglo XX terminaremos viéndonos como ellos? ¿El hombre, el varón, el bi y el gay de este siglo, exactamente hacia dónde va?
Nadie lo puede decir. El varón actual no sabe a lo que pertenece. No se ha dado cuenta de los alcances de la liberación femenina de los años setenta, algunos por ver demasiadas veces el Libro Gordo de Petete; otros, por dejarse seducir por Los Ángeles de Charlie. Tampoco estuvo cómodo dentro del epíteto metrosexual. Nunca, jamás, reconocerá a los gays que todas las cosas que le llaman la atención, desde el walkman hasta el iPod, han pasado antes por sus manos. En definitiva, quiere refugiarse en el vaquero, la camisa blanca; pero novias, amigos, estilistas y demás -istas le indican que adopte, infiera, gire hacia una determinada tendencia. Y éstas, las tendencias, no hacen más que girar sobre sí mismas, acelerar el vértigo de la exageración, hundirse en la ciénaga de la confusión total.
Tomemos como ejemplo el auge de la camisa vaquera, entronizada tras el éxito global de Brokeback mountain. En la agonía del siglo XX se dejó ver en algún vídeo de Madonna (esa fuente oficial del estilismo gay), y no fue hasta que las madres y novias han reconocido conmoverse con la trágica historia de dos vaqueros proletarios cuando la camisa de cuadros se ha convertido en el ítem imprescindible de esta primavera. A esta camisa hay que agregarle el vaquero de cadera cada vez más baja, permitiendo lucir lo que Chayanne, el cantante boricua, llama "la alcancía": ese canalillo entre las nalgas que los varones han descubierto como foco de atracción para todos los sexos. A medida que crece el fenómeno del brokebackmountismo, el look vaquero empieza a adornarse con cinturones de hebilla inmensa o sombreros a lo John Wayne. A nadie se le ocurre recordar que durante décadas ese look fue el uniforme de rigor de los chaperos a todo lo largo de Sunset Boulevard, en Los Ángeles. Cuando el varón hetero se aferra a una moda, olvida su origen inmediatamente.
Vaqueros que se visten como gays; mujeres que se abalanzan sobre el look prostituta. Basta con ver a Mariah Carey para entender que el camisón ha desplazado a la minifalda como revolución. Delgadas o no, la exposición del pecho y el ombligo habla de una revolución sexual que no ha avanzado, sino que se ha ido trasnochando cada vez más.
Toda la sensualidad que se ofrece no concreta acto sexual alguno. Se queda allí, en el despliegue, la exhibición, dándoles la razón a los moralistas de que la seducción es mucho más eficaz desde la sutileza que cara a cara.
¿Cómo vamos a hablar de estilo si, de tanto usarlo, éste ha dejado de existir? Se enciende la televisión y vemos cualquier entrega de Allá tú y el disparate estilístico es francamente alarmante. La mayoría de sus participantes masculinos intenta emular el look de un siempre bello Jesús Vázquez. Al no conseguirlo, el desaliento les conduce a la copia de la copia de la copia de los Custos del mundo, y lo que sale en pantalla requeriría de una nueva versión de la defensora del buen gusto que en su día intentó fijar como empleo la Administración de Aznar. Todo es trepidante, transpira mal, se fija a la piel en formas aterradas de armonía. Pero a los concursantes se les ve felices en su horterada y uno puede pensar que el reino de los horteras es mucho más alegre y llevadero que el de los elegantes. No tienen que combinar, sino que agregan elementos y bailan, se enamoran entre ellos, adoran a un dios similar. Los elegantes están aislados, víctimas de sus esnobismos, indecisos ante un cuello o flagelados por millones de razones y protocolos no escritos.
No existe la felicidad en la elegancia. Existe en la vulgaridad. Pero nadie quiere definirse como vulgar. Hay quienes optan por el término medio, ese pánico a no hacer el ridículo que sentencia la vida de millones de españoles. Subes al puente aéreo y parece una secuencia de Gattaca, el filme clásico de los noventa, donde Uma Thurman y Ethan Hawke tienen que burlar un estricto control de estilo y personalidad para alcanzar el cielo y ser felices. Ha cambiado la terminal, pero los pasajeros del Puente Aéreo deambulan debajo de los arcos de bambú de Rogers en idéntica vestimenta: mismos relojes, iguales zapatos y calcetines. ¿Herencia de la dictadura?, pregunto a unos amigos. "Es el euro el que nos ha obligado a vestirnos a un punto intermedio. En la dictadura había estilos. Podías ser Dominguín, El Cordobés, Ordóñez o Rafael. Ahora, en el futuro que siempre anhelamos, así vendas móviles como compres coches, vas de traje y con todos los botones cerrados".
No me convence el comentario. Entrevisto a Joaquín Cortés en Chanel número cuatro y observo que ha dejado atrás la relación con Armani, que duró diez años, para adentrarse en el universo de Jean Paul Gaultier. Los bocetos del último para la próxima gira de Cortés muestran distintos cortes de una misma inspiración: el traje corto del torero. ¿Cuántas veces los diseñadores franceses han recuperado la misma idea y silueta? Es como si vieran a España no ya con ojos del siglo XX, sino inamovibles desde que Cervantes escribiera El Quijote. Entregando los Goya, al final de una gala infumable, Antonio Banderas baja al escenario enteramente de negro, como un blues brother con aire de Don Corleone. La idea es perfecta, pero no es más que una revisión de lo latino a manos del gran revisionista del siglo XX: Hollywood. Si Banderas no tuviera esa pátina, o barniz, el traje no habría existido y muy probablemente le veríamos entregar el premio en vaqueros o en cualquier traje azul marino.
Si es cierto que debemos avanzar en este nuevo siglo sin las convicciones del pasado, la que nos espera es de aúpa. Refugiarse en lo clásico es aburrido. Salirse de ello, desequilibrio. Mezclar, un cuarto oscuro de los bravos. Entonces, vestirse mal adrede, ¿puede ser una transgresión? Es lo que hace José Corbacho, ese hombre-genio que se divierte mezclando turquesas con gorros de falso astracán. Una especie de homenaje al Georgie Dann del katshashock; lógicamente, porque de niño ese evento televisivo, amén de las peripecias de Uri Geller y José María Íñigo, marcaron su concepto del estilo. Cuando Corbacho aparece así vestido también en la gala de los Goya, y encima nieva y triunfa, su sueño de infancia acaba de cumplirse. Y toda una nueva generación de wannabes asume que el turquesa fluorescente atrae éxito y riquezas. Es obvia la pregunta: ¿envejecerán los Corbachos dentro de esos trajes estilo Joker o sus ganancias les obligarán al traje y corbata gris perla? Tras tanta mofa al burgués, ¿cómo podemos vestirnos cuando nos convertimos en uno?
De nuevo, falta de respuestas. Hedi Slimane, el nuevo Copperfield de la moda, ha creado una figura más que un estilo para la mítica casa Dior. No hay que estar delgado, sino consumido. Abdomen nulo, culo invisible; ninguno de sus trajes baja de los 700 euros en rebajas. Para esta primavera, sus modelos parecen moverse al ritmo de ese himno del rock gótico Bela Lugusi's dead de Bauhaus. El aspecto pos-Sid Vicious de los integrantes de esa banda aparece reflejado en toda la colección de Slimane, junto a guiños descarados al aspecto de los miembros de The Selecter, The Specials o Madness, reyes indiscutibles del ska en los primeros ochenta. Por encima de todo, sobrevuela el auténtico Bela Lugosi, David Bowie en sus inquietantes experimentos con la bisexualidad en los primeros setenta. La crueldad no reside en el precio de los Dior firmados por Slimane, sino en saber que, después de tanto glam, Bowie se casó con Iman y decidió vender sus derechos de autor a la Bolsa inglesa para triplicar su valor. Tanto glam, tanta ambigüedad, y al final, de nuevo, el traje de raya diplomática y la esposa cañón son nuestro único futuro. Una advertencia: con la ropa entallada, el monedero se aplana considerablemente. "Coge el DNI y el dinero de plástico", reconocen los más adictos.
En una acalorada discusión sobre el verdadero sexo del varón actual, mis amigas catalanas Amparo y Gloria ponen sobre el tapete que el mismo ha perdido toda orientación desde el momento en que empezó a depilarse. "El vello ha sido desde siempre una identificación ibérica. Alguien, y no quiero ser homófoba, pero seguro que una loca de esas malas, decidió que era un mal a extirpar y fue de gimnasio en gimnasio, confundiendo a veinteañeros atrapados en los anabolizantes. Y allí tenemos el resultado: Antonio David con cejas depiladas, antebrazos sin vello, culos higienizados al máximo. Y la gripe aviar galopante". Con el fin de comprender sus vaticinios, insto a mi peluquera Raquel a que practique en mis zonas conflictivas ese tormento que una y otra vez infringe dolor en la invulnerable piel del macho. Y, sí, hay dolor, pero también un insólito olor a chocolate. "Es una crema depilatoria con cacao, que arrastra mejor el vello gracias al azúcar". Sentado en mi casa, solo, pienso en todos esos bailarines de go-go, en lo alto de podios, ofreciendo una idea de sexo al parecer al alcance de todos, y luego, tristemente no, estamos allí, mirándonos las nalgas en una postura incómoda y solitaria. Mis amigas tienen razón; el vello garantizaba más ligues, por su naturalidad, su simple saber estar.
Ay, el dilema del varón y la moda. Ricky Martin se pone una barba mefistofélica, apurada al milímetro. Robbie Williams se deja una barriguita. Beckham no marca goles, pero se quita la camiseta al final del partido y la lanza a las gradas como un nuevo sudario. Gonzalo Miró refuerza el mito del vaquero ajustado y la camiseta marlonbrandiana. Un biógrafo del mito, Marlon, destapa que practicaba la bisexualidad, y Jaime Bayley, el único bisexual que conozco, apuesta por un aspecto Salinger una tarde por Manhattan, sólo que en un Miami húmedo, caluroso y donde todo el mundo va medio desnudo y nadie se atreve a tocarse. Los gays de ese subcontinente imitan a Paulina Rubio en todo: selección de sombreros, novios y quiebros de garganta. Los finlandeses escogen a un pelirrojo comediante de la televisión americana, Connan O'Brien, como nuevo Dios, y la lista continúa su espiral caótica. Una última información anuncia que los fenómenos ochenta por excelencia: el Gótico, la new wave y los amanerados Nuevos Románticos, ¡regresan a la vez! En un atisbo de madurez, un experto confirma, durante el concierto de los Bauhaus en Barcelona, que estos estilos siempre viajaron juntos. O sea, nada nuevo, sólo regresión. Al día siguiente se observan veinteañeros peinados como el hoy casi cincuentón John Taylor, de Duran Duran. Y esa esperanza en la moda resurge. Todo va y viene; al fin y al cabo, llevamos así un siglo, el de la publicidad y Hollywood, y quizá en otros diez años, Diana Vreeland renazca y escupa a Lagerfeld en la cara.
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