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COLUMNISTAS
Columna
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El Levante del decano

Algunas experiencias unen más que los lazos de sangre. Un bombardeo compartido, o los recuerdos de alguien que murió. Entre periodistas de la misma generación, el círculo se va cerrando. Pero yo tengo la suerte de que, allá en su piso de la calle Baalbek, en el barrio de Hamra de Beirut, Tomás Alcoverro sigue resistiendo. Eso convierte cada uno de mis regresos en algo menos triste, a veces con ratos hilarantes. Tomás Alcoverro, tres décadas como corresponsal de La Vanguardia en Oriente Próximo, saca estos días un libro cuyo título le define, y cuyo subtítulo recorre la historia reciente: El decano. De Beirut a Bagdad. 30 años de crónicas.

Tomás, nunca me canso de repetirlo, es un señor de Barcelona que trabaja en aquellos pagos con la misma naturalidad con que entraría y saldría de la antigua Redacción sita en la calle de Pelai, a pocos metros de Canaletas. Pueden caer chuzos de punta -y de hecho, caen: le han caído en derredor, en el mismo Líbano, en Irak y en otras partes-, pero él nunca pierde su compostura ni su aplomo. Ni su benevolencia.

Hay otra cosa que no me canso de explicar, y ahora conviene que lo haga de nuevo, con motivo de la publicación de este libro. Y es que Tomás Alcoverro es uno de los nuestros, lo cual casi equivale a decir que es uno de los suyos, de quienes viven en aquellos países, tan cercanos en la realidad y, sin embargo, tan lejanos en la metáfora. Mi amigo un mediterráneo, no un anglosajón. Lo cual, a la hora de transmitir informaciones, implica no pocas diferencias; las mismas que existen también en las actitudes. Lejos de la arrogancia que caracteriza al corresponsal inglés, norteamericano o australiano, el reportero mediterráneo (el sabio, claro: hay también mucho ganso con chaleco antibalas) carece además de cualquiera de los dos tipos de compulsión que suelen atacarles. No tiene el sentimiento de culpa que produce el hecho de pertenecer a un imperio que conquistó, colonizó, aplastó y explotó, esa necesidad de andar echando todo el tiempo todas las culpas sobre todos los tejados propios; carece, asimismo, de la otra vertiente del reportero anglo, de su tendencia a utilizar el periodismo como una prolongación de la colonización mencionada. El reportero mediterráneo, si es bueno, u óptimo, como es el caso del tranquilo Tomás, vive aquella realidad con naturalidad, como si fuera la suya propia; una segunda naturaleza, por así decirlo. Algo que está en quienes procedemos de litorales familiarizados con la palmera y el dátil.

Es El decano un complemento impagable y necesario, sin el que los muchos libros políticos sobre Oriente Próximo que leemos para comprender no resultarían suficientes, pues nos explica como nadie aspectos culturales variados, costumbres, heroicidades cotidianas, diferencias (no sólo en relación con nosotros: en relación con ellos mismos) e historias apasionantes. Todo ello desde la serena y amistosa mirada del igual, del mediterráneo, del constructor de puentes.

Desde que le conozco, hace casi veinte años (y él se acuerda mejor del momento exacto en que nos encontramos; yo suelo integrar a la gente a quien quiero, para poder creer que siempre estuvieron conmigo), ambos hemos tenido la misma percepción acerca de Oriente Próximo. La de que la grieta se abre y se ahonda inevitablemente, de que si es un territorio en el que caminar es como pisar huevos, el hecho de que nosotros calcemos botas de plomo no ayuda en absoluto.

En su piso de la calle Baalbek volvemos a vernos siempre que puedo; o si no, almuerzo con él en Can Costa, en la Barceloneta, una de esas paellas que le gusta compartir cuando pasa por su tierra. Nos hemos visto aquí últimamente, e inmediatamente antes en Alejandría, en donde estuvo cubriendo la ceremonia de despedida de las cenizas de Terenci Moix. Quizá nos veamos pronto en Damasco, o en la propia Beirut. Pero nunca en lugares alejados de este mar nuestro, que es el de los otros; este mar del que decimos que nos acerca y nos separa, y que gracias al esfuerzo de El decano resulta menos abismal.

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